Anagrama, 2014. 140 páginas
Tit. Or. Accident Nocturne. Trad. María Teresa Gallego Urrutia.
Tercer libro que leo del premio Nobel y, de momento, el peor. Lo bueno que tiene es que, al ser breves, si no te gustan no pasa nada. Abulta más una novela de Dan Brown que cuatro libros ed Modiano.
A un joven le atropella un coche conducido por una mujer. Le llevan a un hospital y recibe una indemnización bajo mano. Pero él intentará averiguar quién es la mujer que le atropelló para conocerla.
Estilo Modiano, presentar a personajes que no vienen de ninguna parte y carecen de destino. Sin apenas trama, recuerdos del padre (si has leído Pedigrí se entienden algunas cosas) y algún recuerdo amoroso del protagonista. La prosa aguanta todo el armazón pero los ha escrito mejores.
No lo recomiendo para empezar con el autor. Más reseñas: Accidente nocturno, de Patrick Modiano, un libro diferente y Accidente nocturno.
Calificación: Bueno.
Me pregunto si la noche en que me atropello el coche no volvía de acompañar a Héléne Navachine a coger el tren en la estación del Norte. El olvido acaba por roer lienzos enteros de nuestras vidas y, a veces, minúsculas secuencias intermedias. Y, en esa película antigua, el moho del celuloide trae consigo saltos en el tiempo y nos da la impresión de que dos acontecimientos que habían ocurrido con meses de intervalo han sucedido el mismo día, e incluso que fueron simultáneos. ¿Cómo establecer una cronología mínima al ver cómo desfilan esas imágenes truncadas que se encabalgan en la confusión máxima de nuestra memoria o van sucediéndose, a veces despacio y a veces a trompicones, entre agujeros negros? Acaba por darme vueltas la cabeza.
Sí que me parece que aquella noche volvía a pie de la estación del Norte. Si no, ¿por qué iba a estar tan tarde sentado en un banco, muy cerca de la glorieta de la torre de Saint-Jacques, delante de la parada de los autobuses nocturnos? Una pareja estaba también esperando en esa parada. El hombre me habló con tono agresivo. Quería que los acompañase a él y a su mujer a un hotel. La mujer no decía nada y parecía apurada. El hombre me agarraba del brazo e intentaba llevarme consigo. Me empujaba hacia la mujer. «¿A que es guapa? Y eso que no lo has visto todo…» Yo intentaba soltarme, pero era de lo más pegajoso. Volvía a agarrarme del brazo. La mujer tenía una sonrisa socarrona. El hombre debía de estar borracho y arrimaba la cara a la mía para hablarme. No olía a alcohol, sino a una colonia muy rara, Aqua di Selva. Le di un empujón violento con el antebrazo. Me miró, boquiabierto y con expresión de chasco.
Me metí por la calle de La Coutellerie, una callecita oblicua y desierta, inmediatamente anterior al ayuntamiento. Volví a esa calle en los años posteriores -incluso hoy, sin ir más lejos- para intentar entender el desasosiego que me causó la primera vez. Ahí sigue el desasosiego. O más bien la sensación de estarme colando en un mundo paralelo, fuera del tiempo. Me basta con recorrer esa calle para darme cuenta de que el pasado ya ha concluido definitivamente sin que sepa yo muy bien en qué presente vivo. Es un simple pasaje por donde se meten los coches, de noche, a toda velocidad. Una calle olvidada en la que nunca se fijó nadie. Aquella noche me llamó la atención una luz roja en la acera de la izquierda. Era un sitio que se llamaba Les Calanques. Entré. La luz venía de un farolillo que colgaba del techo. Cuatro personas jugaban a las cartas en una mesa. Un hombre moreno con bigote se levantó y vino hacia mí: «¿Va a cenar, caballero? En el primer piso.» Fui tras él por las escaleras. Allí también sólo estaba ocupada una de las mesas, cuatro personas, dos mujeres y dos hombres, junto a la cristalera. Me indicó la primera mesa a la izquierda, junto al final de las escaleras. Los demás no me hicieron ni caso. Hablaban bajo, un susurro que interrumpían unas risas. Había paquetes de regalo abiertos en la mesa, como si estuvieran celebrando un cumpleaños o una cena de Nochebuena. La carta estaba encima del mantel rojo. Leí: Waterzooi de pescado. Los nombres de los demás platos estaban en caracteres minúsculos que casi no conseguía leer con aquella luz fuerte y casi blanca. Los de la mesa de al lado se reían a carcajadas.
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