Editorial Planeta, 2001. 190 páginas.
Tit. Or. Eleven. Trad. P. Elías.
Titular un libro de relatos once porque tiene once cuentos no es muy original, pero me sirve para cumplir con el apartado de cuatro letras del reto 2010. Ya comenté la sorpresa que supuso la lectura de Catástrofes, así que he seguido con los siguientes cuentos:
El observador de caracoles
Los pájaros a punto de emprender el vuelo
La tortuga de agua dulce
Cuando la escuadra llegó a Mobile
En busca del Tal o cual Claveringi
Gritos de amor
Señora Afton, entre tus verdes laderas
La heroína
Otro puente por cruzar
Los bárbaros
La pajarera vacía
Que quizá no me han impactado tanto pero cuya calidad no puede cuestionarse. Cuando la escuadra llegó a Mobile es una obra maestra. La obsesión por los caracoles en El observador de caracoles y En busca del Tal o cual Claveringi no puede sorprender, ya que su viscosidad los hace aptos para relatos tenebrosos. El terror que nos provoca una aparente buena chica como la protagonista de La heroína puede hacer que miremos con desconfianza a todo el mundo, y el animal misterioso de La pajarera vacía puede ser una alegoría de muchos terrores, pero también un horror tangible capaz de quitarnos la paz para siempre.
Totalmente recomendable.
Extracto:[-]
Clark movió la cabeza arriba y abajo, como si asintiera, y su mano, su cuerpo rígido, siguieron la nariz del hombre como si fueran parte de él, y una voz clamó dentro de ella: «No hubiese ni soñado en hacer esto si existiera otra manera, pero no me deja ni salir de la casa.»
Se acordó del gesto de aprobación de la señora Trelawney cuando le dijo que quería sacrificar al Rojo, porque era peligroso que los desconocidos se acercaran a la casa, pues el Rojo les mordiscaba con su único colmillo.
Miró el pulso en la sien de Clark. Latía en el punto más bajo de una culebreante vena verduzca, pegada al nacimiento de su pelo, que siempre le recordaba un mapa del río Mississippi. Entonces el trapo topó con la nariz de Clark, éste movió la cabeza a un lado, y la mano de la mujer siguió pegada a la nariz, como si no pudiera arrancarla si hubiese querido, y tal vez de veras no le habría sido posible. Pero las negras pestañas no se movieron y recordó cuan distinguido le parecía, antaño, con las sienes hundidas a ambos lados de la alta y estrecha frente y el negro pelo como una mata salvaje, y el bigote negro, tan ancho que resultaba pasado de moda, pero que le sentaba bien a Clark, como sus chaquetas a medida también pasadas de moda y sus botas de puntera cuadrada.
Miró al despertador gris que, colocado en la repisa, estaba viéndolo todo desde hacía ya unos siete minutos. ¿Cuánto tiempo se necesitaba? Abrió la botella y puso más líquido en el trapo, hasta que lo sintió frío en su palma, y volvió a acercárselo bajo la nariz. El pulso de la sien seguía latiendo, pero la respiración era más breve y débil. Le dolía el brazo, de modo que miró afuera, a través del porche, y trató de pensar en otra cosa. Un gal’0 cacareó cerca del establo, como si despuntara un nuevo día, se dijo recordando una canción. Y contó veinte tic-tacs del reloj, uno por cada uno de sus años, y volvió a mirarlo y ahora ya llevaba doce minutos, y cuando DJ0 los ojos otra vez en la sien, ya no había pulso. Pero no debía dejarse engañar por esto, y concentró su atención en los pelos de la nariz, que ya no se movían, y que tsu
vez no se hubieran movido tampoco si él respirara, pero no oía nada. Entonces se levantó y después de una vacilación dejó el trapo sobre el negro bigote. Miró el brazo que descansaba en la sábana, y la mano, que siempre encontró elegante, a pesar de que era peluda, y vio el estrecho anillo de oro en el meñique, que, decía él, era el de boda de su madre, pero era, sin embargo, la misma mano izquierda que le había pegado muchas veces, y probablemente sintió el anillo dándole en los huesos. Se quedó allí varios segundos, sin saber por qué, y luego se precipitó a la cocina, y se quitó apresuradamente el delantal y la bata.
Se puso el vestido de verano, con flores estampadas, que deliberadamente se había abstenido de llevar cuando salía con Clark, porque le recordaba los días más felices de Mobile; enderezó las cortas mangas fruncidas con un movimiento familiar y ya casi olvidado de los hombros, que le hizo sentirse otra vez ella misma, y con el vestido todavía sin abrochar, corrió de puntillas hasta el porche y vio que el trapo estaba todavía sobre la boca de Clark. Para asegurarse, derramó lo que quedaba de cloroformo sobre el trapo. ¿No parecía absurdo, ahora, el martillo? Lo devolvió a la caja de las herramientas.
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