Pascual Román Polo. El profeta del orden químico.

marzo 23, 2022

Pascual Román Polo, El profeta del orden químico
Nivola, 2002. 190 páginas.

Biografía del químico Dmitri Mendeléyev, cuya tabla periódica es hoy en día universal y no sólo para clasificar los elementos, sino como generadora de las ideas que llevaron a la comprensión de la estructura de los átomos. En el libro se incluyen sus datos biográficos, la explicación (como es habitual en los libros de esta colección) de sus diferentes descubrimientos científicos, y una serie de biografías de otros químicos de la época que ayudan a poner en contexto al químico y su obra. También se incluyen abundantes fotografías, que dan cuenta del aspecto un tanto extravagante del científico, siempre con el pelo y la barba larguísima, como un papá Noel abducido por la química.

Aunque hubo antecedentes de organizar los elementos en tablas, fue Mendeléyev el que fue más lejos, ya que no sólo descubrió las regularidades que presentaban ciertos elementos, sino que fue más allá al pronosticar la existencia de elementos que faltaban, prediciendo su peso atómico y otros tipos de propiedades. En la ciencia no hay nada que dé más apoyo a una teoría que una predicción cumplida, y cuando se descubrieron estos elementos con las propiedades que había indicado el químico, su tabla se hizo universal.

No fue su único descubrimiento, aunque sí el más famoso. Su libro Principios de química fue un manual ampliamente utilizado en todo el mundo, en el que se incluía el estado del momento de la química e incluía sus propios descubrimientos.

Un gran científico con un gran corazón, que siempre pensaba en que la ciencia debía servir al pueblo y cuyas clases estaban siempre abarrotadas por la pasión que ponía en ellas.

Bueno.


Un día Ana acompañó a su amiga Nadiejda a una sesión solemne de la universidad. Todos los profesores estaban ya en su sitio cuando apareció Mendeléiev. La impresión que le produjo a Ana, la recogió en un libro titulado Mendeléiev vivo: “Andaba rápidamente, inclinado hacia delante, como si surcase las olas, los cabellos flotando. A pesar de su aire impresionante y majestuoso, todo el mundo le sonreía… ¿De verdad que ése es tu tío?, pregunté a Nadiejda. Se distinguía de los demás como un águila que se hubiera introducido en un gallinero o un ciervo salvaje en un rebaño de animales domésticos”.
En abril de 1877, Mendeléiev propuso a su hermana compartir su piso vacío, ya que la disposición de las habitaciones permitía dividirlo en dos partes completamente independientes. Los domingos Dimitri comía con toda la familia. Al principio, Ana se mostraba muy tímida, en particular cuando Catalina le solicitaba que consolase a Dimitri de sus fracasos. Incluso, para no molestarle, no tocaba el piano. Poco a poco fue desapareciendo esa timidez para dar paso a un sentimiento de confianza y disfrutaba de la compañía de aquel sabio irritable y brusco. Volodia, el hijo de Mendeléiev, vivía con su padre y disfrutaba de aquel ambiente de paz y felicidad. Los días transcurrían dichosos. Ana finalizó el curso y se disponía a regresar con su familia. Una noche, mientras jugaba al ajedrez, observó que Dimitri lloraba, mientras sollozaba: “Estoy tan solo. Toda mi vida he estado solo, pero nunca he sufrido tanto como ahora”. Al ver, que Ana se turbaba, trató de cambiar la conversación. “Perdóneme, no debo preocuparla”. Y Mendeléiev salió de la habitación. Años más tarde, Ana se enteró de que en esta época Dimitri le escribía todos los días cartas que guardaba en un cajón secreto. En esas cartas, se ponía en manos del destino, ya que creía que ella estaba prometida en
matrimonio, y expresaba su deseo de ser “un peldaño que la ayudase a elevarse para desarrollar sus dotes artísticas”.
A sus 43 años, Mendeléiev se había enamorado perdidamente de Ana Ivanova Popova, una joven estudiante de arte de 17 años. Fue una verdadera pasión lo que Dimitri sintió por Ana. Mendeléiev en aquel entonces era un honrado padre de familia y un reputado y honorable profesor. Esta pasión desbordada la notó Catalina, que decidió cambiar de casa en noviembre de 1877. Ana escribía citando al poeta Rabindranath Tagore: “Pero ¿se puede luchar contra el huracán? Éste no sabe más que destruir. ¿Puede luchar el río contra la marea ascendente?” En esta época, Mendeléiev quería servir de trampolín a Ana. Para ayudarla, comenzó a frecuentar exposiciones y estudios de pintores. Dos veces por semana, reunía en su casa a los pintores más célebres, escritores y profesores de la universidad. Las veladas eran alegres y animadas. Mendeléiev fue mecenas de algunos pintores, a quienes compraba cuadros y ayudaba en su promoción. Por estos desvelos en favor del mundo de las artes sería elegido miembro de la Academia de Bellas Artes.
Durante cuatro años, Mendeléiev se martirizó, sufrió y lloró. Comprendía su loca pasión y se condenó a no ver a la joven. Sin embargo, cada día que pasaba estaba más enamorado. Mientras tanto, su mujer Feozva se oponía tajantemente a concederle el divorcio. Mendeléiev escribió al padre de ella. Éste vino a San Petersburgo para hablar con él, con Ana y con Catalina, y pensó que lo más razonable sería pedir a Mendeléiev que no volviera a ver a su hija. Ésta dejó la casa de los Kapustin y alquiló una casa con una amiga. Pero, atormentada, decidió marchar a Roma en diciembre de 1880. En esta época, Mendeléiev perdió el juicio. Había faltado a la palabra que dio al padre de Ana y la buscaba a la salida de la Academia o se encontraba con ella en sus salas. Cayó enfermo y tuvo que pasar el invierno en Biarritz. La marcha de Ana a Roma le afectó profundamente.

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