Ediciones del viento, 2011. 124 páginas.
El Gran Circo Mundial llega a un pueblo de la España profunda y empieza con mal pie: el camión desconcha un trozo de pared. Las cosas se solucionan ofreciendo una función gratuita. El choque entre dos mundos cerrados e impermeables tendrá consecuencias para algunas personas.
Para los que tenemos los pueblos cerca es fácil dar fe de lo acertado de la descripción que hace el autor de su vida y habitantes. Los que soñamos con la vida mítica del circo entendemos el aliento que se esconde detrás de trajes raídos y animales paupérrimos.
Todo el libro está escrito con cuidado y cariño, pero dos escenas me han gustado especialmente. El enfrentamiento de dos de las fuerzas vivas del pueblo como si fuera un duelo de OK corral y ese refugio de la lluvia en la cueva, donde todo es posible. Y esa falta de empatía de la multitud frente a quien está sudando para defender su espectáculo.
Recomendable.
Mientras se fija en la caligrafía frondosa del viajante, a Adela le parece que ese desorden del pepinillo en vinagre y la aceituna picante comidos a deshora ha de concertarse de manera espontánea con los gustos del Gran Circo Mundial.
—Ponga otra lata.
El viajante está llegando al final del repertorio. El bacalao seco y las ruedas de chicharro hallan su asiento sin resistencia en el albarán. Ya le habían advertido de esa fidelidad por el producto rancio, que se olvidara de la nueva industria del congelado. El hombre tiene pensamientos amargos para lo que considera pobreza de espíritu, miseria invencible de la gente de los pueblos. Mientras se enfunda el bolígrafo en el bolsillo de la camisa, añora la ruta rumbosa de los ultramarinos de la capital. Aquello eran ventas. Y qué trato. Lo mismo que predicar ante fieles convencidos, siempre dispuestos a llegar más lejos en sus aspiraciones. Y luego estaban las dientas, sobre todo las de mercería, tan solícitas de sobremesa. Al menos eso contaba Benito Pacho. Según decía, a algunas no les bastaba el muestrario, querían una demostración. Claro que Benito era de lencería fina y de mucha labia. Qué anécdotas, y lo bien que venían cuando las contaba uno ante los amigos el domingo, como abriendo perspectivas de aventura a cada semana. Pero tuvieron que trasladar a Molina y ponerle a él en su lugar. «Lo de los pueblos es otra cosa —le había advertido ante un vermut—. Allí nada de chistes ni de porfiar. Cuanto menos digas, mejor. Lo saben todo ellos». Por eso le sorprendió, cuando ya alcanzaba la puerta, la voz de Adela, que llegaba como una confidencia inesperada.
—Tenemos un circo por aquí desde el domingo.
Todos los viajantes esperan su oportunidad. Todos se parecen en la urgencia por contar algo, cualquier cosa que los distinga de la mercaduría invariable que ofrecen aquí y allá, un día y otro. Al hombre, que ya renunciaba a su naturaleza íntima de exhibicionista, le bastó esa tímida confesión para desnudar su alma.
Sin soltar la manilla de la puerta, brindó su experiencia del circo como si hubiera un público que atendiese, sediento de noticias que se habían hecho esperar demasiado tiempo. Adela, con expresión confiada, escuchaba el discurso del viajante, que, como suele ocurrir entre los del gremio, era de intención didáctica.
Con voz soñadora se remontó a la infancia, al día en que había visto por vez primera un circo y en él a un elefante sujeto por una pata a una estaca endeble. Recordó cuánto le había preocupado que aquella bestia pudiera arrancar el palo ridículo, tirando sin esfuerzo de una cadena que más parecía una pulsera enroscada a la pataza que un freno útil. Una vez suelto, aplastaría sin contemplaciones a cuantos deambulaban a su alrededor, acaso a él mismo que lo miraba de cerca. Hasta que alguien, no recordaba quién, le había explicado que eso era imposible porque los elefantes del circo, desde que nacen, pasan las horas muertas atados a una estaca, a cualquiera, insistía en esa banalidad el viajante. De manera que esta criatura de fuerza colosal —apasionaba su discurso, como un director de pista en el momento de presentar el número de los paquidermos—, no intentaba liberarse porque creía que no era capaz. Y en ese convencimiento le ayudaba su memoria, su extraordinaria memoria de elefante.
El hombre se quedó callado, perdido en aquella lección remota que evocaban sus palabras. Adela había vuelto a enredar las manos en el paño de cocina. Seguía atenta y sin moverse, tal vez esperando que la historia dijera algo más.
El viajante pareció despertar de pronto y salió a por la mercancía anotada. Mientras fue y vino, Adela puso el dinero de la cuenta encima del calco con las anotaciones del vendedor. Se lo dejó justo. Comprobó él la suma con pequeños saltitos del bolígrafo sobre los renglones y se despidió tendiendo la mano. Tuvo la impresión de que se la estrechaba a un alma en pena.
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