Ediciones B, 2006. 342 páginas.
Tit. or. Children of men. Trad. Jordi Mustieles.
La humanidad no puede tener hijos. No se sabe el por qué ni la ciencia encuentra remedio. Mientras gran parte del mundo se ha sumido en el caos de la desesperanza, en Gran Bretaña se mantiene el control gracias a un dictador que lleva las riendas del país con firmeza y crueldad. Su primo, un anodino profesor, se verá contactado por un grupo de personas que quiere cambiar las cosas.
En su momento vi la película, que me encantó. No se parecen en mucho, lo cual está muy bien, porque así he podido disfrutar el libro sin saber lo que iba a pasar. La idea de una humanidad sin futuro le da un tono crepuscular a la primera parte del libro, en la que casi estás por aceptar esa desaparición poco a poco, mediante un envejecimiento progresivo sin renovación. La segunda parte (ojo espoiler) es capaz de despertar la esperanza mediante algo tan sencillo como un nacimiento inesperado.
Todo se articula mediante la relación del protagonista con su primo el dictador, que dota a la narración de los recursos necesarios para la serie de eventos y que analizan cómo se puede caer en un estado autoritario sin que la población encuentre ningún problema.
Me ha gustado mucho.
En esos dos años en los que, invitado por Xan, fui una especie de observador-asesor en las reuniones del Consejo, era costumbre de los periodistas decir que nos habíamos criado juntos, que éramos casi hermanos. No es cierto. A partir de los doce años pasamos todas las vacaciones de verano juntos, pero eso era todo. El error no es sorprendente. Hasta yo casi lo había creído. Incluso desde la perspectiva actual hoy veo los veraneos como una aburrida concatenación de días previsibles regidos por horarios; no me ocasionaban miedo ni dolor, pero tenía que soportarlos y en ocasiones, debido a mi inteligencia y a mi relativa popularidad, lograba disfrutarlos un poco hasta que llegaba el bendito momento de partir. Después de pasar unos días en casa me mandaban a Woolcombe.
Incluso ahora, mientras escribo, trato de entender qué era lo que sentía por Xan en ese momento, por qué estuvimos tan ligados durante tanto tiempo. No era un lazo de tipo sexual, si descartamos el cosquilleo subcutáneo de atracción sexual que hay en casi toda amistad íntima. Jamás nos tocamos, ni siquiera en los juegos de varones. No jugábamos a ese tipo de cosas —Xan odiaba que lo tocaran, yo enseguida percibí su distancia y aprendí a respetarla como él respetaba la mía—. Tampoco se trataba de la típica historia de los dos muchachos, en la cual el mayor —aunque lo sea sólo por unos meses— es el ídolo que domina al menor. Nunca me hizo sentir inferior; no era ése su estilo. Me recibía con una calidez particular, como si yo fuera el gemelo que volvía, una parte suya.
Tenía mucho encanto, sin duda; todavía lo tiene. A menudo se desprecia el encanto, no entiendo por qué. Sólo pueden tenerlo aquellas personas que son capaces de sentirse genuinamente atraídas por los demás, al menos en el momento preciso del encuentro. El encanto es siempre genuino; puede ser superficial pero nunca es falso. Cuando Xan está con alguien, da una impresión de intimidad, de interés, de no querer estar en ninguna otra compañía. Al día siguiente sería capaz de escuchar con serenidad la noticia de la muerte de esa persona con quien estuvo hablando, hasta sería capaz de matarla sin ningún escrúpulo. Ahora que lo estoy viendo en la televisión, en su mensaje trimestral a la nación, percibo el mismo encanto.
Pero ahora nuestras madres están muertas. Las dos pasaron sus últimos días en Woolcombe, que ahora se ha convertido en una clínica para los miembros del Consejo. El padre de Xan murió en un accidente de coche en Francia un año después de que Xan se convirtiera en el Custodio de Inglaterra. Todo quedó como un misterio, nunca se conocieron los detalles. En aquel momento pensé mucho en el accidente, todavía hoy lo hago, lo cual me dice mucho de mi relación con Xan. Hay una parte mía que todavía lo cree capaz de cualquier cosa, como si en algún punto necesitara pensar que es implacable, invencible, que está más allá de los límites del comportamiento normal: aquello que pensaba cuando éramos chicos.
Las vidas de las dos hermanas habían seguido caminos muy diferentes. Mi tía, gracias a una afortunada combinación de belleza, ambición y suerte, se había casado con un baronet de mediana edad; mi madre con un funcionario de mediano rango. Xan nació en Woolcombe, una de las mansiones más hermosas de Dorset. Yo nací en la ciudad de Kingston, en Surrey, en la maternidad del hospital público, y después me llevaron a una casa apartada de estilo Victoriano que quedaba en una de esas calles aburridas, de casas todas iguales, que conducen al Richmond Park. Crecí en una atmósfera impregnada de resentimiento. Me acuerdo de mi madre en el momento de prepararme las valijas para mi estadía en Woolcombe: elegía ansiosamente las camisas limpias, sostenía mi mejor saco con los brazos estirados, lo sacudía y lo escudriñaba con una especie de animosidad personal. Como si por un lado lamentara lo que había costado, y por el otro lamentara el hecho de que al final nunca me había quedado realmente bien ya que me lo había comprado grande para que lo pudiera usar cuando creciera, y ahora que había crecido me quedaba incómodo. Tenía una serie de frases con las que siempre se refería a la buena fortuna de su hermana: “Menos mal que no se visten especialmente para la cena. A tu edad no te vamos a comprar un saco para esas ocasiones, sería ridículo». Y la pregunta inevitable, hecha con ojos furtivos, porque le daba vergüenza: “¿Se llevan bien, no? Claro que ese tipo de gente siempre duerme en habitaciones separadas». Y para finalizar: “Claro que para Serena está bien». Ya a los doce años yo sabía que para Serena no estaba nada bien.
Sospecho que mi madre pensaba mucho más en su hermana y su cuñado de lo que ellos pensaban en ella. Incluso mi anticuado nombre de pila se lo debo a Xan. Él lleva el mismo nombre que su abuelo y su bisabuelo; Xan ha sido el nombre de la familia Lyppiatt durante generaciones. A mí me pusieron el mismo nombre que el de mi abuelo paterno. Mi madre no veía por qué ella debía ser menos en eso de buscar un nombre excéntrico para un niño. Pero Sir George la desconcertó. Todavía oigo sus quejas: “No parece un verdadero baronet». Él era el único baronet que nosotros conocíamos; yo me preguntaba cuál sería la imagen que ella evocaba: un retrato romántico y pálido de Van Dyck saliendo del marco, la arrogancia malhumorada de Byron, un terrateniente bravucón de nariz colorada, de voz potente, y cazador incansable. Pero yo sabía a qué se refería ella, para mí tampoco se parecía a un baronet. En absoluto se lo veía como el dueño de Woolcombe. Tenía la cara en forma de espada, con manchas rojas, y un labiecito húmedo debajo del bigote que parecía falso y ridículo; su cabello rojizo, que Xan había heredado, se había vuelto del color monótono de la paja seca, y tenía unos ojos que contemplaban sus acres con una expresión de perpleja tristeza. Pero era un buen tirador, en eso mi madre hubiera estado de acuerdo. Xan también lo era, por lo tanto. No le permitían usar los Purdeys de su padre, pero él tenía un par de revólveres propios con los que solíamos cazar conejos; y había dos pistolas que nos dejaban usar para hacer puntería. Poníamos los blancos en un árbol y pasábamos horas mejorando nuestro puntaje. Después de unos días de práctica, yo había superado a Xan con el revólver y con la pistola. Mi habilidad nos sorprendió a los dos; a mí particularmente. Nunca me había imaginado que me gustara tirar, ni que pudiera hacerlo bien. Me sentía un tanto desconcertado al ver cómo disfrutaba, con un placer un poco culpable, casi sensual, al sentir el metal en la palma de mi mano, el satisfactorio equilibrio de las armas.
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