A estlibol, 2013. 190 páginas.
En los márgenes de la industria editorial más conocida se encuentran, de vez en cuando, hermosas flores. Libros de calidad que nada tienen que envidiar a los reseñados en suplementos literarios. Literatura con mayúsculas escondida en el arrabal.
Es el caso de este libro, una joya trufada de recursos metaliterarios y que deja un sabor de boca excelente. Supuestamente es la obra de un negro literario encargada por uno de los personajes, pero las historias se van mezclando hasta llegar a un final apoteósico digno del mejor Aira (no del malo).
Por desgracia no hay ninguna referencia en la red, pero pueden comprarlo y leerlo aquí: Del sol y las gallinas. Merece la pena.
El buzón del piso de Erinias estaba lleno; colgaban cartas y folletos publicitarios de la ranura, incrustados de cualquier manera. A Alejandro se le ocurrió comparar el buzón con un tren indio, de la India, repleto hasta la bandera y con pasajeros colgando de las puertas y de las ventanas. El nombre del inquilino estaba grabado en una plaquita plateada: Don Eduardo Espuela Espinosa. Así que no se llama Erinias, claro, es un mote. Y el perro… Pensó en subir al piso. La tía del Reiki no ha salido aún, no tengo llaves, iré a pasear. Salió al portal. Un día soleado, espléndido, se sentía extraño, después de tanto tiempo sin salir a la calle, ¡qué sensación de novedad en lo conocido!, el sonido habitual de la calle, los coches, la gente hablando, el ruido de obras, lo encontraba Alejandro demasiado elevado de lo habitual, como si todos se hubieran puesto de acuerdo en subir el volumen, demasiado intensa la luz. Su fina sensibilidad para percibir le hacía disfrutar, gozaba del bullicio de la ciudad y de un aire que, pese a la polución, le resultaba puro, por su frescor. El sol alegraba los colores con su luz, y su calor agradable hacía su efecto en Alejandro. ¡Este calor y este aire fresco, qué maravilla! Caminó lentamente, sin destino, apoyado en su muleta. Se paraba a observar. Sus ojos querían capturarlo todo, observaba a las gentes, sus caras, sus ropas, a los coches, a las personas que había dentro, las fachadas, el suelo, porque todo le sorprendía en ese estado extraño que se da cuando llevas más de un día sin salir de casa, tu cuerpo se ha de adaptar de nuevo a la calle y a las distancias al aire libre, mucho más largas y amplias de lo que puede ser la estrechez de un pasillo o las cuatro paredes de una habitación. Una leve inseguridad se apodera de ti, has de recalcularlo todo, el cruzar una calle, aunque sea por el paso peatonal o por un semáforo en verde, te hace estar más atento que nunca. Alejandro se encontraba en ese estado, sólo que en él, al ir con el pie roto, su inestabilidad era mucho mayor de lo que acostumbraba en semejante situación. Amaba aquel bullicio, aquel colorido. El repartidor de butano golpeaba con fuerza un hierro contra una bombona. Una mujer, en bata, lo llamaba a gritos desde el balcón. Un hombre levantaba un brazo para parar un taxi, el taxi pasó de largo con la luz apagada y con dos pasajeros en los asientos de atrás. Mierda. Dijo en un susurro que oyó Alejandro. El sol le cegaba y no distinguió el piloto verde apagado. Siguió expectante, miró su reloj. Alejandro lo observaba con cariño, y sin darse cuenta, también se ocupaba en buscar un taxi libre en la lejanía. Se acercó uno, el hombre se puso la mano a modo de visera y levantó la otra con indecisión. Que feliz se siente Alejandro en ese bullicio después de su encierro y de hablar con la vecina de rellano de Eduardo Espuela, su amigo.
2 comentarios
Me fío de ti, al Kindle que va.
Espero que te guste, es de un amigo.