Duomo nefebilata, 2011. 262 páginas.
A medio camino entre la novela negra, el road movie y un cierto aire metafísico. Trepidante en su planteamiento y desarrollo y emocionante en sus cargas de profundidad escondidas.
Muy bueno.
Lobo no entendió muy bien por qué Marcusse ampliaba tanto el arco de la investigación, pero no le resultó del todo incómodo responder a las preguntas de un paranoico profesional que justificaba ese máximo de indiscreción alegando que, aunque sonara ilógico, en la curva del pasado también se engendraban causas. Por motivos inexplicables, a veces esas causas producían efectos en la vida de otro, mucho tiempo después. La ley de los efectos tardíos regía el funcionamiento del mundo. Un terremoto en China, por ejemplo, podía provocar siglos después una catástrofe natural al otro lado del planeta, simplemente porque en el movimiento de las placas tectónicas quedaba retenido o envasado durante décadas el efecto, hasta que ese equilibrio colapsaba. Del mismo modo, aunque no viera ya a la mayoría de las personas que había tratado y querido en su vida, estas seguían vivas en un tejido subterráneo de causas que fabricaba -y en realidad predeterminaba- los actos más íntimos y violentos de la vida. En ese tejido descansaba el azar; pasado, presente y futuro se confundían; como los efectos de un sismo que durante siglos dormía bajo la tierra para emerger en el hemisferio opuesto, el comportamiento de la materia sentimental en la memoria era impredecible, y las consecuencias de una escena traumática irresuelta o un hijo no deseado, por ejemplo, podían manifestarse años después, bajo la forma del odio. La memoria era amarga y traidora, y podía gobernar el instinto de un hombre; de ahí que hubiera homicidios inexplicables, suicidios ejemplares y abandonos repentinos. Una causa menor, un corte mínimo en el azar, una vibración retenida durante décadas que irrumpía en la armonía del tejido, podía interrumpir el milimétrico engranaje de causas que permitían que un hombre cualquiera-trabajara todos los días, no matara a nadie, durmiera ton su esposa a diario, criara a su hija honestamente sin abusar de ella y de sus compañeritas.
Por eso él preguntaba todo lo que estaba a su alcance: su misión no era sólo dar con Estela, sino antes que nada descender al subsuelo, encontrar pistas haciendo equilibrio en el tejido sano y luego llegar al agujero que había precipitado el derrumbe.
«Esa falla también está en su tejido, Lobo, y coincide con el de Estela, por eso le hago tantas preguntas. Imagine una piedra que cae sobre dos telas de araña paralelas en el espacio. La piedra atraviesa primero una. Un segundo después, la otra. Después la estructura se derrumba. Y las dos telas quedan arrugadas en el piso. Si las juntamos, el diámetro de los huecos coincidiría. La piedra es la causa mínima, la vibración retenida que se vuelve efecto, y no nos interesa, la apartamos, ya sabemos que existe, no nos incumbe al menos ahora la ley de las causas mínimas, buscamos el cómo, no el porqué. Pero si descubrimos en qué dirección cayó la piedra, podríamos saber hacia dónde desapareció Estela. Podemos deducir su comportamiento, ¿entiende?».
Algo aturdido Lobo respondió que sí. Le reconfortó notar que todas sus confesiones, además de aligerar una culpa misteriosa, tenían un sentido utilitario en la investigación. Supuso que esa culpa era ocasional, una racha de aire que se colaba por el hueco abierto en el tejido. Marcusse le preguntó abruptamente en qué pensaba y le dio una última pitada a un cigarrillo que parecía eterno. Lobo le respondió que en general, cuando ponía cara seria o preocupada, no pensaba en nada, sufría.
«Pensaba en algo, trate de acordarse… Siempre estamos pensando. Es parte de lo mismo, tiene que estar atento, las pistas pueden manifestarse en un pensamiento sin importancia, va a ver que al final la cadena causa/efecto cierra, y todos los pensamientos, incluso los más inconexos, tienen su lugar».
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