Editorial Dronte, 1972. 152 páginas.
Otro ejemplar de esta mítica colección que conseguí en la última feria del libro antiguo y de ocasión. Contiene los siguientes relatos:
Artillero Novato. Kenneth Bulmer
El Muro de Eryk. H. P. Lovecraft y Kenneth Sterling
Y Entonces Hubo Paz. Gordon R. Dickson.
¿Hombre o Rata? Edward Wellen.
El Plenipotenciario. Gérard Klein.
La Larga Noche. Ray Russell.
Afuera del Mundo. Félix y Daniel Obes Fleurquin.
Un Hombre de Hierro. Dal Stivens.
Un Puñado de Almendras. Sergio Schaaf.
Supervivientes. Arthur Dekker Savage.
Empleo Preferido. Dave Dryfoos.
Matar la Violencia. Jorge Enrique Oviedo.
¡ Viva el Rey !. Edward Ludwig.
La Sinfonía Desencantada. James G. Huneker.
El Bistec. Janine Louvet.
La mayoría relatos cortos, muchos de un par de páginas y bastante flojos. Se salvan Supervivientes y ¿Hombre o Rata?. Al ser breves buscan la idea sorprendente y después de más de treinta años ya no sorprenden lo mismo.
De los largos destacar el clásico La Sinfonía Desencantada sobre un compositor que ha creado una sinfonía con la capacidad de tranportar a la cuarta dimensión y El Muro de Eryk, sobre un asfixiante laberinto invisible en la superficie de Venus. Por contra Artillero Novato es apenas una narración bélica trasplantada al futuro.
Escuchando: Edith And The Kingpin. Elvis Costello.
Extracto:[-]
Pobloff comenzó a silbar el segundo tema de su sinfonía. Era un hombre bajo y gordo con una cabeza alta sobre la que se erguía un cabello parecido a las púas de un erizo; cuando sonreía, sus pequeños ojos lunares se cerraban por completo, y se abría su gran boca: una trampa repleta de blancos dados de hueso pulimentado; cuando reía, sonaba como una tuba roncando… La Naturaleza había estado dudando si darle el perfil de un Napoleón o de un polichinela. Era moreno, absolutamente inofensivo y nativo de Rusia, aunque llevaba mucho tiempo residiendo en Balak.
La mujer de Pobloff le sacaba el polvo a su viejo piano.
—En el nombre de Dios, Luga, deja en paz mi manuscrito —le conjuró.
Ella le replicó, aunque él siguió silbando:
—¿Otra música original? —dijo irónicamente inquisitiva, mientras danzaba alrededor de la blanca estufa de porcelana; desparramaba montones de partituras que cubrían el apartamento como hierbas silvestres crecidas en un callejón desierto; apartaba estuches de violín que resonaban; tumbaba una pajarera vacía y finalmente abría de par en par las contraventanas metálicas, dejando paso a una inundación de luz solar… era primeros de mayo, pero en Balak, con su clima del Sureste de Europa, el tiempo era tan cálido como en un día de julio en París.
—¡Hurra! —aulló repentinamente Pobloff—. ¡Ya lo tengo, ya lo tengo!
Luga lo miró acerbamente.
—Supongo que esta vez es seguro que le prenderás fuego al mundo, amigo; y, entonces, Ricardito Strauss vendrá a pedirte consejos. ¿Cómo vas a llamar a este nuevo poema sinfónico, Pobloff? ¡Por favor, dale mi nombre! —Le gritó, en el pasillo, a una criada que holgazaneaba, y se alejó, dejando a Pobloff alegre y nada afectado.
—¡Uf! —exclamó, cuando el sarcasmo de ella penetró finalmente a su conscien-cia— ¡Lo llamaré «La Cuarta Dimensión»… así lo llamaré! ¡Luga! ¿Dónde está ese gato perezoso? Luga, tráeme algo de té, estoy sediento.
Y de nuevo silbó el segundo tema de su nueva sinfonía.
Pobloff amaba las matemáticas aún más que la música… y adoraba la música. Le agradaba compararlas entre sí, y a menudo citaba a Leibnitz: «La música es un ejercicio oculto de la mente que inconscientemente lleva a cabo cálculos aritméticos». Para él, aseguraba a sus amigos, la música era una especie de matemáticas sensoriales. Antes de abandonar San Petersburgo para establecerse en Ba-lak como su Kapellmeister, había estudiado en la Universidad con el famoso Lo-batchewsky y había aprendido de él no pocas de las radicales teorías que hablaban de la problemática cuarta dimensión. Había leido con ávido interés los experimentos de J. K. F. Zollner que habían hecho caer al infortunado físico de Leipzig en una melancolía incurable. ¡Ah, qué locos aquéllos! El movimiento perpetuo, la cuadratura del círculo, la cuarta dimensión espacial… ¡todo eran variaciones del antiguo misterio alquímico, la vana búsqueda de la piedra filosofal, la transmutación de los metales sin valor, el Abracadabra cabalístico, la búsqueda de lo absoluto! Y, no obstante, hombres sinceros, del todo cuerdos y con conocimientos científicos habían considerado seriamente esa hipótesis matemática. Pobloff había leído a Cayley, y «Flatland» de Abbot, al tiempo que le habían fascinado inconmensurablemente las ingeniosas especulaciones de W. K. Clifford y del norteamericano Simón Newcomb. Le importaban poco, siendo músico e idealista, las más burdas demostraciones de fenómenos hipernorma-les, aunque durante un tiempo había dudado ante los misteriosos caminos de la posesión demoníaca, las adivinaciones subliminales y los extraños ruidos que emanan de las almas caídas en estupor hipnótico. El testimonio de un hombre como el Profesor Crookes, que había sido testigo de experiencias de levitación humana, le hacía estremecerse; pero al fin había vuelto a sus pasiones primitivas: la música y las matemáticas.
Zollner había probado, a su entender, la existencia de una cuarta dimensión al volver del revés una pelota de goma virgen sin romperla; pero Pobloff estaba más absorto en lograr la demostración de que el Tiempo podía ser mostrado en dos dimensiones. A menudo citaba a Hugh Craig, que comparaba al Tiempo con un río siempre fluyendo, pero que permanecía: si uno salía de su curso en un momento determinado, y volvía a entrar en él una hora después, ¿no significaría eso que el Tiempo tenía dos dimensiones? Y la música… ¿cuál era el lugar de la Música en el» esquema eterno de las cosas? ¿Acaso la armonía con su estructura vertical y el fluir horizontal de la melodía no eran pruebas en sí mismas de que la misma música no era más que otra dimensión en el Tiempo?
Un comentario
No he leido el libro gracias por exponerlo