Nikolái Lilin. Educación siberiana.

noviembre 14, 2023

Nikolái Lilin, Educación siberiana
Salamandra, 2010. 550 páginas.
Tit. or. Educazione siberiana. Trad. Juan Manuel Salmerón.

La vida de juventud del protagonista en Transnistria, pueblo gobernado por una ley criminal justa pero peculiar y donde recibe una educación siberiana, donde a los 12 años ya puedes estar matando policías y con unos años más yendo de expedición para vengar una afrenta armado de pistolas.

El mundo que se retrata aquí combina una dureza extrema, donde por cualquier cosa te puedes liar a navajazos o enfrentarte a la policía porque la detención muchas veces no es una opción, con una vida de fuertes lazos familiares, consignas un poco naifs y camaradería a prueba de bombas.

El capítulo sobre la cárcel de menores es aterrador y la venganza por la violación de una muchacha sobrecogedora. Hay película, y es normal porque mientras lo iba leyendo pensaba que sería muy fácil trasladar el texto a imágenes. No es que el estilo sea excelente, pero lo principal del libro es lo que cuenta, no como lo cuenta.

Bueno.

Aquella cárcel de menores, contra mis expectativas, se parecía muy poco a la prisión rigurosa de la que siempre había oído hablar y para la que me había preparado desde pequeño. En ella no regía ley criminal alguna, todo era caótico y no respondía a ninguno de los modelos de comunidad carcelaria existentes.

Para colmo, las difíciles condiciones de vida y la falta de libertad, en un momento tan delicado del desarrollo de cualquier ser humano, lo complicaban todo. Los reclusos estaban muy rabiosos y se comportaban como bestias: eran crueles, sádicos, mentirosos, ávidos de destruir cuanto les recordara el mundo libre. Allí nadie estaba seguro, la violencia y la locura eran como llamaradas de un tremendo fuego que consumía la mente y el alma.

En cada celda se hacinaban ciento cincuenta muchachos que vivían en condiciones infrahumanas. No había cama para todos, así que era preciso dormir por turnos. No había más que un baño, al fondo de la celda, y olía tan mal que con sólo acercarse daban ganas de vomitar. La única ventilación era la que proporcionaban los agujeros de las planchas de hierro que tapaban las dos ventanas.

Como costaba respirar, los reclusos con enfermedades cardíacas o respiratorias lo pasaban fatal, muchos se desmayaban y ya no despertaban. Un día, a las pocas semanas de mi llegada, un muchacho seriamente afectado de tuberculosis empezó a escupir sangre. Los demás lo arrojaron a un rincón y evitaban acercársele por miedo al contagio. El pobre se pasó toda la noche tirado en el suelo, en medio de la sangre que escupía, pidiendo en vano de beber, y a la mañana siguiente solicitamos al director que lo trasladaran al hospital.

Día y noche iluminaban las celdas tres bombillas de poca potencia encerradas en una especie de sarcófagos de hierro y vidrio grueso atornillados a la pared.

Del grifo del baño, que estaba siempre abierto, salía un chorro de agua blanca como la leche y muy caliente, tanto en invierno como en verano.

Las literas eran muy estrechas. Los colchones habían quedado reducidos a una tela sin casi relleno que no amortiguaba la dura superficie de madera. Como hacía un calor asfixiante, nadie usaba las mantas, que se ponían debajo de la cabeza a modo de almohada, pues los cojines de verdad eran tan delgados como los colchones. Yo prefería disponer la mía debajo del colchón, para no molerme los huesos con la madera.

No había horarios, se nos dejaba a merced de nosotros mismos las veinticuatro horas. Nos traían de comer tres veces al día. El desayuno consistía en un vaso de una especie de agua sucia con leves trazas de algo que podía haber sido té en una vida anterior, vaso sobre el que ponían un trozo de pan con una bolita de mantequilla blanca que los cocineros, ladrones de comida, adulteraban en la cocina.

Nosotros, los que ocupábamos el «bloque especial» de la tercera planta porque se nos consideraba los delincuentes más peligrosos, no merecíamos el honor de desayunar con cucharas y demás objetos de metal, por lo que la mantequilla la untábamos con el dedo. Entonces mojábamos el pan untado y nos lo comíamos como si fuera una tostada, para bebernos por último el té donde flotaba grasa derretida que lo hacía más sabroso y nutritivo.

Cuando traían la comida, acudían a la puerta tres muchachos que iban tomándola por el ventanillo de manos de los guardias y pasándola a los demás. Coger algo de manos de un policía se considera «deshonesto» y quienes lo hacían se sacrificaban por todos, a cambio de que los dejáramos en paz y no nos metiésemos con ellos.

A mediodía servían una sopa muy ligera de verduras poco hechas que flotaban en los platos como si fueran naves espaciales. A los más afortunados les tocaba un cacho de patata, una raspa de pescado o un hueso de animal. Esto de primero. De segundo había un plato de kasa, como llaman en Rusia al trigo gruesamente molido, cocido y mezclado con un poco de mantequilla. Añadían además algo que semejaba carne, pero que sabía a suela de zapato. Para beber, también té, como el de la mañana aunque menos caliente, acompañado del trozo de pan y la pelotita de mantequilla. Para comer tan deliciosos manjares hasta se nos proporcionaban verdaderas cucharas. Eso sí, contadas, y si acabado el cuarto de hora que nos daban para la comida faltaba una sola, entraba una cuadrilla de «educadores» y nos molían a palos a todos, sin más averiguaciones. Aparecía entonces el cubierto, que el hurtador lanzaba hacia la puerta para permanecer incógnito, porque de conocerlo sus compañeros le propinaban tal paliza que, como decimos nosotros, «le sangraba hasta la sombra».

De cena, más kasa, más té con pan y mantequilla y otra cuchara, pero esta vez el tiempo para comer se reducía a diez minutos.

La comida era motivo de muchas injusticias. Había grupos de malnacidos que, unidos por su afición a la violencia y la tortura, tenían aterrorizados a quienes estaban solos y no formaban parte de una familia, y además de pegarles y martirizarlos sistemáticamente, les hacían pagar una especie de «impuesto» que consistía en una gran parte de su ración.

Para sobrevivir y estar tranquilo, uno debía formar parte de una familia, compuestas por individuos que tenían algunas características en común, sobre todo la nacionalidad. En las familias se compartía todo; quien recibía un paquete de casa lo repartía entre sus compañeros y así todos tenían siempre algo de fuera; esto era muy importante desde el punto de vista psicológico, porque ayudaba a no desesperar.

Los miembros de una misma familia se protegían mutuamente, comían juntos y organizaban su vida cotidiana de manera comunitaria.

Cada una tenía sus propias reglas internas y sus miembros debían cumplirlas a rajatabla. En nuestra familia siberiana, por ejemplo, estaban prohibidos los juegos de azar y las apuestas, así como participar en actividades con miembros de otras familias. Si alguien hacía algo a un siberiano, toda la familia contraatacaba, aunque fuera uno solo: le propinaba una paliza y lo obligaba a «enjabonar los esquíes», esto es, a pedir a los guardias que lo trasladaran de celda con el pretexto de que su vida corría peligro; esto se consideraba deshonesto y, una vez que se lo llevaran, el pobre sería tratado fatal y despreciado por todos.

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