Impedimenta, 2007. 126 páginas.
Trad. Sara Gutiérrez.
El Zar Alejandro visita Londres y le obsequian con algo maravilloso, una pulga de acero que baila cuando se le da cuerda. Convencido de que es la demostración de la superioridad de la industria extranjera, será su sucesor quien descubra que en la propia Rusia hay gente capaz de mejorarlo.
Recién cogido el libro en la biblioteca, mi amigo Óscar me comentó que no entendía la fama que le habían dado el libro, que incluye un prólogo de Care Santos defendiéndolo de desprecios de Nabokov. Y una vez leído estoy de acuerdo con mi amigo y menos con Care Santos.
Es un libro de agradable lectura, con ecos de literatura popular (y yo he escuchado la anécdota básica del libro, así que no sé si realmente bebe de alguna fuente popular o el cuento que escuché se basaba en éste), y bastante divertido.
Pero… poco más. Realmente, al lado de otros grandes escritores rusos esto es una obra muy menor. Disfrutable, pero menor.
Los ingleses comenzaron inmediatamente a mostrar diferentes maravillas y a explicar cómo las habían adaptado a las necesidades militares: tormentómetros marítimos, abrigos de lana de cambíelo para los regimientos de infantería e impermeables* para los de caballería. El soberano se regocijaba con todo, todo le parecía estupendo, pero Platov contenía su ex-citaspera, como si para él nada de aquello tuviera importancia.
—¿A qué se debe esta frialdad tuya? —le increpó el soberano—. ¿Es posible que no haya aquí nada que te sorprenda?
—A mí de aquí solo me asombra una cosa —respondió Platov—: que mis chicos del Don lucharan sin nada de esto y expulsaran a las veinte lenguas. —Eso es un desatino —se quejó el soberano. —No sé a qué atribuirlo, pero no me atrevo a discutir, así que debo callar —contestó Platov.
Los ingleses, viendo el rifirrafe, condujeron sin pérdida de tiempo al soberano hasta el mismísimo Abólo de Malvedere y cogieron de una de sus manos un fusil Mortimer y, de la otra, una pistola.
—Fijaos qué calidad tienen nuestros productos —dijeron, y a continuación le ofrecieron el fusil.
El soberano observó el fusil Mortimer sin inmutarse, porque tenía varios iguales en Tsarskoe Selo. Después le dieron la pistola y le dijeron:
—Esta pistola es obra de un artesano desconocido e inimitable, único en su género. Uno de nuestros almirantes la arrancó del cinturón del jefe de una banda de ladrones en Candelabria.
El soberano la miró, la remiró, y no se cansaba de contemplarla. Y, por fin, se deshizo en exclamaciones:
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Cómo es posible! ¡Cómo se puede hacer algo tan sumamente delicado! —Y volviéndose a Platov, le dijo en ruso—: ¿Ves? Si yo tuviera un solo artesano como este en Rusia, sería enormemente feliz y me enorgullecería tanto que a ese maestro le mostraría inmediatamente mi agradecimiento.
Platov, ante esas palabras, en ese mismo instante metió la mano derecha en sus amplios zaragüelles y sacó un destornillador de armas. «Esto no se abre», le dijeron los ingleses. Pero él, sin hacer el menor caso, se puso a hurgar en el cierre. Le dio una vuelta, le dio dos vueltas y el cerrojo saltó.
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