Libros del K.O, 2015. 398 páginas.
Apunté este libro en mi lista de lecturas pendientes cuando salió, pero al poco se produjo su secuestro y se convirtió en prácticamente inencontrable. Pasada la fiebre puedo leer por fin esta historia acerca del narcotráfico gallego, muy bien documentada, con abundancia de nombres, datos e información.
La cosa viene de lejos, del contrabando de la postguerra primero, a través de la frontera con Portugal y por la costa gallega, verdadero laberinto marítimo por dónde es fácil introducir mercancías. Después se pasó al tabaco, los altos impuestos facilitaron un mercado negro que daba mucho dinero a unos pocos y, de rebote, mejoraba la economía local. Un tráfico que no estaba mal visto por los ciudadanos.
Pero si tienes la logística, la experiencia de años de contrabando, y te ofrecen subir el nivel pasando a traficar con droga ¿Quién no iba a dar el salto? Muchos ‘señores del humo’ empezaron a mover alijos usando la misma infraestructura. El dinero empezó a llegar, las conexiones con el narcotráfico internacional y un entramado que nadie quería ver. Recordemos que el propio presidente de la junta de galicia (y nombre que suena para presidir el partido popular) tiene fotos con uno de los más famosos narcotraficantes de Galicia.
No hace falta que nos vayamos a la selva de Colombia: aquí al lado tenemos historias que ponen los pelos de punta. Como se dice en el libro, los carteles de las drogas prefieren trabajar con los gallegos porque lo hacen muy bien y son muy cumplidores. Una pena que para una vez que en este país se hacen las cosas bien, sea en algo ilegal.
Muy recomendable.
Oubiña nació en Cambados en 1946 y aprendió el arte del contrabando casi a la vez que el de caminar sobre dos piernas. Con 15 años ya conducía la furgoneta del ultramarinos de sus padres y hacía los repartos. Con 17 no sabía apenas leer ni escribir, pero montó su propia banda de estraperlistas. De la furgoneta pasó al camión y del café al Winston de batea. Con 18 años ya era uno de los contrabandistas más reconocidos de las rías. Fue entonces cuando se casó con Rosa María Carro, con la que tuvo nada menos que ocho hijos. Pero en 1983 se enamoró de su secretaria, Esther Lago, que se convertiría en su segunda mujer y en el verdadero cerebro de la organización que estaba por venir.
La relación de este hombre con la justicia es digna de contar. Más bien de enumerar. Hay pocos años en los que don Laureano no haya tenido intercambios de pareceres con las autoridades. Quienes lo conocen hacen un diagnóstico claro: su carácter ha sido su perdición. Se estrenó ante el juez en 1967, después de darle una paliza a un vecino de Cangas. Un año después desfiló por la Audiencia de Pontevedra por no pagar la multa. En 1977 la Guardia Civil hizo una propuesta de sanción porque el capo se había reído de una pareja de la benemérita por la calle. Se desconoce cuál fue el motivo de mofa. Ese mismo año, sin rubor, intentó sobornar al comandante del puesto de O Grove. El agente no pasó por el aro y lo detuvo. En 1978, solo un año después, registraron todas sus propiedades. Lo hicieron con motivo de una descarga de tabaco en la que las autoridades creían que estaba implicado. Al año siguiente lo juzgaron por el supuesto soborno al comandante honrado, pero fue absuelto por falta de pruebas. En 1981 se reabrió el caso y volvió a la celda hasta 1982.
Cuatro días después de salir en libertad, el juez lo acusó de pertenecer al clan tabaquero de «os Servandos». Se tomó un respiro y en 1987 volvió a lo grande: fue detenido en Girona por intentar colar 700 cajas de tabaco. Un año después, en un registro a su casa, le pegó una patada inesperada a un agente. Lo metieron en la cárcel, donde le pegó una paliza a Ricardo Portábales, arrepentido de la Operación Nécora. Recobró la libertad en 1990 y, semanas después, Garzón lo volvió a emplumar. Seguiremos con la lista más adelante, los 90 fueron, sin duda, sus años grandes.
Con Esther Lago tuvo dos hijas, Lara y Esther, y los cuatro se instalaron en un chalé en A Laxe (Vilagarcía) en 1984. Cuatro años después, en 1988, el capo del hachís hizo realidad su gran ambición: comprar el pazo de Baión, que al final sería su perdición. La finca, de 286 hectáreas de Albariño de primera calidad, fue adquirida a través de una sociedad que recibió un préstamo de 138 millones de pesetas (830000 euros). Algo fallaba flagrantemente: el préstamo lo concedió Luisa Castela Fernández, una viuda de un operario de Renfe que vivía en una casita de alquiler en Cáceres por la que pagaba 200 pesetas mensuales. Resulta que esta señora era la tía de Pablo Vioque, ex abogado de Oubiña, fundador de AP en Vilagarcía, presidente de la Cámara de Comercio de Arousa y narcotraficante.
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