Una especie de pensión/club donde se alojan, en la inmediata posguerra, jóvenes con escasos recursos mientras buscan trabajo o un buen partido para casarse. Un microcosmos de señoritas y sus eventuales novios, sus problemas con los escasos recursos por el racionamiento y, de fondo, la vida de un aspirante a escritor que se rememora desde un futuro.
Ganas tenía de leer algo de Muriel Spark y, si bien la novela me ha parecido interesante, bien construída en ese juego de espejos entre un presente que rememora un pasado y una buena mezcla de personajes, tampoco es que me haya tocado la fibra sensible.
Lo he leído en una edición más antigua que la de Impedimenta que me encontré por la calle. Aquí lo comentan mucho mejor: Las señoritas de escasos medios aunque tampoco le convenció demasiado, por razones en todo opuestas a las mías.
Se deja leer.
Hace tiempo, en 1945, toda la buena gente era pobre, salvo contadas excepciones. Las calles de las ciudades eran una sucesión de edificios en mal estado o sin arreglo posible, zonas bombardeadas llenas de escombros, casas como enormes dientes con las caries agujereadas por el torno de un dentista que hubiera dejado la cavidad abierta. Varios de los edificios reventados por las bombas parecían castillos en ruinas hasta que, vistos de cerca, resultaban tener habitaciones normales, unas encima de las otras, con las paredes empapeladas, expuestas como en un escenario de teatro, con una pared suprimida; en algunos casos una cadena de retrete colgaba perdida en el aire desde el techo de un cuarto o quinto piso; casi todas las escaleras habían sobrevivido, como objetos de una nueva forma de arte, subiendo hacia un destino impreciso que obligaba a forzar la imaginación. Toda la buena gente era pobre; o, en todo caso, eso parecía, pues los mejores de entre los ricos eran pobres de espíritu.
No tenía absolutamente ningún sentido deprimirse por la situación, ya que habría sido como deprimirse por la existencia del Gran Cañón del Colorado o de algún otro fenómeno natural al que fuera imposible acceder. La gente seguía haciendo comentarios sobre lo mucho que le deprimían el mal tiempo y las noticias, o la curiosidad de que el Albert Memorial se hubiera mantenido, desde el primer momento, incólume a las bombas.
El club May of Teck estaba, transversalmente, justo delante del Memorial, en una fila de casas que apenas se mantenían en pie; en las calles y los jardines del barrio habían caído varias bombas, dejando los edificios resquebrajados por fuera y endebles por dentro, pero temporalmente habitables. En las ventanas reventadas habían puesto unos vidrios que traqueteaban al abrirlas o cerrarlas. A las ventanas del vestíbulo y el cuarto de baño les acababan de quitar la pintura bituminosa que se usaba para camuflarlas. Las ventanas tenían su importancia durante ese último año de decisiones cruciales; por ellas se sabía al instante si una casa estaba ocupada o no; y en los últimos tiempos habían adquirido un gran predicamento, pues constituían la peligrosa frontera entre la vida doméstica y la guerra que afectaba a las calles de la ciudad. Al sonar las sirenas, todos decían: «Cuidado con las ventanas. No os acerquéis. Los fragmentos de cristal son peligrosos».
Las ventanas del club May of Teck se habían roto tres veces desde 1940, aunque el edificio se había librado de las bombas. Las habitaciones de arriba daban a las onduladas copas de los árboles de los jardines de Kensington, y para ver el Albert Memorial bastaba con estirar el cuello y girar la cabeza ligeramente. Desde los dormitorios superiores se veía a la gente que pasaba por la acera frente al parque, personas diminutas, en pulcras parejas o por separado, con carritos minúsculos en los que asomaba la cabeza de alfiler de un niño rodeado de provisiones, con bolsas de la compra del tamaño de un punto. Todos salían de casa con una bolsa, por si tenían la suerte de pasar por una tienda que acabara de recibir algo que no fueran los escasos víveres del racionamiento.
Desde los dormitorios de abajo la gente que pasaba por la calle parecía tener un tamaño casi normal, y los senderos del parque se distinguían bien. Toda la buena gente era pobre, pero había pocas personas tan decentes, en cuanto a decencia propiamente dicha, como las chicas de Kensington que por la mañana se asomaban a la ventana para ver qué tiempo hacía o que atisbaban por la tarde el verdor del parque como pensando en los meses venideros, en el amor y sus vericuetos. Sus ojos brillaban con un entusiasmo que, pareciendo rozar la genialidad, era simple juventud. La primera norma del estatuto, redactado hacía tiempo y con la ingenuidad característica de la época eduardiana, aún se les podía aplicar a las chicas de Kensington sin apenas cambio alguno:
El club May of Teck existe para proporcionar seguridad económica y amparo social a las señoritas de escasos medios, con una edad inferior a los treinta años, que se vean obligadas a residir lejos de sus familias por tener que desempeñar un trabajo en Londres.
Como ellas mismas sabían en mayor o menor grado, por aquel entonces había pocas personas más encantadoras, ingeniosas, conmovedoramente bellas y, en ciertos casos, salvajes, que las señoritas de escasos medios.
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