Miquel Obiols y Miguel Calatayud. Ay, Filomena, Filomena.

abril 19, 2013

Miquel Obiols y Miguel Calatayud, Ay, Filomena, Filomena
Kalandraka, 2012.

Una colección de los siguientes relatos de Obiols:

¡Ay, Filomena, Filomena!
El caramelo de fresa
¡La tierra está en las nubes!
El cuento de nunca acabar
Miranío y Miranía
¿Quién quiere cambiar de cabeza?
La mesa del Rastro
Cola de caballo

Ilustrados por Calatayud, que aunque muy querido de Jesús Cuadrado nunca me gustó como dibujante de tebeos, sí como ilustrador. Mis preferidos el que da título al libro, incluído al final y ¿Quién quiere cambiar de cabeza?. Ideal para leer algo diferente a los peques.

Calificación: Bueno.

Extracto:

jAy, Filomena, Filomena!

Filomena era una niña que tenía mucha imaginación, tanta imaginación que, cuando explicaba alguna cosa, la gente mayor no la entendía porque hablaba de manera diferente y todos se hacían un verdadero lío al oírla.

Guando Filomena se ponía a parlotear, siempre acababan diciendo lo mismo:

—¡Ay, Filomena, Filomena!

-¡Qué disparates estás diciendo!

—Niña, cuando te pones a hablar, te quedas sola.

Pero ella no les hacía ni caso, puesto que su lenguaje era secreto y solo se lo había enseñado a los otros niños, y así toda la pandilla acabó hablando como Filomena.Y entre ellos, ¡ya lo creo que se entendían!

Todo empezó un buen día en que Filomena se puso a pensar mucho y, cavilando, cavilando se le iba poniendo la cara de sabia y entonces se dijo:

«El lenguaje que se han inventado los mayores me aburre y me fastidia. Ellos pusieron un nombre a todo y se quedaron muy tranquilos. Y ahora nos hacen aprender nombres y más nombres como si fuéramos papagayos: el libro es un libro, la silla es una silla, y ¡hala!, así todo lo demás. Ya estoy cansada de repetir siempre lo mismo y quiero inventar un nuevo

lenguaje para que todo sea más divertido. Seguro que entonces no me aburriré».

Y, sí, sí, un día que estaba en la clase de matemáticas quiso probar el invento, y cuando el maestro le preguntó:

—Dime, Filomena, ¿cuánto son diez más doce?

Filomena, de forma muy extraña y sin pensarlo dos veces, le soltó:

—Culo y cola.

(Al número «veintidós» ahora le llamaría «culo y cola».)

Los niños de su clase se retorcían de risa, tanto les había gustado la salida de Filomena. Pero el maestro se puso hecho una fiera.

—Filomena -le gritó—, ¿por qué has contestado eso de «culo y cola»? ¿Por qué?

Filomena, con cara inocente, explicó:

—Pues porque he estirado la cabeza de los camellos.

(Estirar quería decir «cambiar»; cabeza quería decir «nombre», y camello quería decir «número».)

El maestro creyó que Filomena estaba riéndose de él, y no era así, la verdad sea dicha. Pero él lo pensaba y, dando un puñetazo sobre la mesa, chilló:

—¡Filomena, a ti te falta un tornillo!

Los niños de la clase reían más todavía y estaban alborotadísimos. Filomena estaba muy contenta de su invento porque veía que toda la clase lo celebraba con risotadas. Aquel mismo día escribió un texto de tema libre que escandalizó al maestro:

«Ayer al anochecer abrí la ventana de mi mejilla y penetró una silla de todos los colores a la que le costaba un poco volar.

Tenía un ala medio rota, pobrecita, y la puse dentro de la bañera llena de algodón».

(Mejilla quería decir «habitación»; silla quería decir «mariposa», y bañera quería decir «caja».)

Guando el maestro pudo reaccionar, le dijo con voz quebrada:

—Pero, niña, ¿qué barbaridades escribes?

Filomena alzando los hombros, dijo:

—He incendiado esta calle lo mejor que he podido.

El maestro, horrorizado por lo que acababa de oír, ignorando que incendiar quería decir «escribir» y calle quería decir «texto», salió disparado de la clase. Estaba temblando, el teléfono se le escapaba de las manos y las palabras no le salían de la boca cuando al otro lado del hilo telefónico el padre de Filomena se impacientaba:

-¡Diga…! ¡Diga…!

—Soy e… el maestro de su hija… Es que Filomena… ha incendiado una calle… y…

No podía articular bien y tuvo que colgar el teléfono. El padre de Filomena creyó que era una broma de mal gusto y no hizo caso. Entre tanto, en la clase, los compañeros de Filomena le pedían que les explicase su invento. Aquel día, todos salieron de la escuela como un tropel apretado alrededor de Filomena.

Guando se despidieron en la plaza de la Vela, la niña alzó los brazos y dijo:

—¡Hasta luna, nances!

(Luna quería decir «mañana», y narices quería decir «amigos»)

—¡Hasta luna, Filomena! —le contestaron los otros, con tales voces que la gente que pasaba por la calle se les quedaba mirando, como diciendo: «Estos chicos están totalmente chiflados».

Pero ellos volvieron muy felices a sus casas, contentos de llevar una lista de palabras «filoménicas» en el bolsillo para utilizarlas ante sus familias. ¡Se partirían de risa! Guando Filomena llegó a casa, dijo a su madre:

—¡Hola, carpeta! Tengo mucha hambre. ¿Qué podría cantar? Su madre la miró de reojo tres o cuatro veces, y no sabía qué responder.

—Y lápiz, ¿no ha llegado todavía?

-¿Qué lápiz y qué historias son esas, niña? ¿Qué te han dado en el colegio hoy para que hables así? ¡Qué barbaridad!

—Ya sé —siguió Filomena como si tal cosa-, cantaré pan y chocolate y después dormiré un rato…

Pero la madre de Filomena ya se estaba mosqueando:

—¿Qué dices de ir a dormir ahora? ¿Te has vuelto loca? Lo que tendrías que hacer es lavarte las manos, comer algo y ponerte a estudiar.

—¡Ahora no tengo ganas de pintarme, carpeta guapa! Ya te he dicho que si quieres cantaré algo y luego dormiré…

(Lápiz quería decir «padre»; carpeta quería decir «madre»; cantar quería decir «comer»; pintarse quería decir «lavarse», y dormir quería decir «estudiar».)

Y como su carpeta veía que la situación se complicaba cada vez más, mandó a Filomena a la mejilla sin dejarle cantar nada. Cuando llegó el lápiz, la carpeta le explicó que la niña no se encontraba bien. El lápiz fue a la mejilla de Filomena y la encontró incendiando cabezas y camellos en una libreta. Y, como la vio durmiendo tan bien, pensó que luna sería otro día.

Aquella misma tarde, los compañeros de Filomena hablaron de forma parecida a sus respectivas familias, y unos se lo tomaron mejor que otros.

Pero el juego de «¡Filomena, Filomena!» se fue extendiendo como la pólvora entre los niños y las niñas de la ciudad. Al final, todos los niños hablaban un lenguaje diferente al de los adultos.

De ahí viene que en aquella ciudad los pequeños y los mayores no se entiendan.

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