Orbit, 2007. 400 páginas.
Tit. or. The devil you know. Trad. Tina Parcero.
El exorcista freelance Felix Castor ha dejado temporalmente el oficio y cuando se le presenta un caso en el archivo Bonnington lo rechaza. Además un demonio entrelazado con el alma de un amigo suyo le avisa de que es peligroso. Pero las circunstancias le obligan a intentar averiguar cuál es el fantasma que acecha entre documentos antiguos y, de paso, cómo murió.
Leo esta novela porque me gusta la faceta del autor como guionista de cómic. Su serie Lucifer tiene momentos realmente buenos. Pero aquí se limita a cumplir el expediente, armar una trama solvente pero no especialmente brillante, que cumple su papel de tenerte pasando páginas hasta que averiguas los enigmas que se van planteando.
Algunas de las cosas que pasan son bastante increíbles y cogidas por los pelos pero bueno, se deja leer.
No está mal.
— ¿Demasiado grandes para qué? —quise saber.
Pen no contestó.
— Llévate a Rhona abajo —dijo — . Te sigo ahora mismo. Por cierto, he encontrado algo que es tuyo; está en la repisa de la chimenea, junto al reloj.
Cuando bajaba las escaleras hacia la ciudadela subterránea de Pen oí algo que levantó una repentina oleada de malestar en mi interior: Era «Enola Gay», de OMD. Pen solía dejar sus viejos vinilos en el tocadiscos al salir del cuarto, y el plato era de los que vuelven al inicio cuando el disco se acaba. Pero que estuviese escuchando música de los ochenta no era buena señal.
La puerta de su cuarto de estar estaba abierta. Edgar y Arthur me miraron tristemente desde sus perchas favoritas, la parte superior de la librería y un pálido busto de John Lennon, respectivamente, mientras yo sacaba a Rhona de la jaula de transporte para colocarla en el lujoso apartamento para ratas donde vivía con su séquito de musculosas ratas macho, que se sentirían felices de darle lo que yo claramente no había sabido proporcionarle.
Miré hacia la repisa de la chimenea. Había algo apoyado contra el extravagante y antiguo reloj de mesa de Pen: una tarjeta combada y brillante, descolorida por la cara que estaba hacia mí. Una foto. Atravesé el cuarto, la cogí y le di la vuelta.
Sabía más o menos lo que iba a ser: la música y el humor de Pen me habían adelantado ya algunas pistas. Aún así me golpeó como un puñetazo en pleno pecho.
Era la plaza cuadrangular de la parte de atrás de St Peter, en Oxford, la de la fuente de la que tiende a manar de todo excepto agua. Una escena nocturna, captada por el torvo ojo de alguien con un flash poco adecuado, de modo que no hay un fondo que pueda ser descrito. Tan sólo Félix Castor a los dieciocho años, todo rizos castaños y sonrisa forzada, intentando con todas sus fuerzas que no se notase que hacía ocho meses que había salido de un instituto público. Ya gustaba de usar abrigo largo, aunque por entonces era un Burberry negro muy pijo; todavía no me había alistado en el ejército ruso prerrevolucionario. Y, puesto que el abrigo estaba diseñado para alguien mucho más ancho de hombros, tenía el aspecto de un enclenque de un metro setenta y ocho.
A mi izquierda, Pen. Dios, estaba preciosa. No existe una foto que pueda hacer justicia a su colorismo, su agudeza y su vivacidad. Con una redecilla adornada con plumas en el pelo, una camiseta de escote palabra de honor, roja y con lentejuelas,
una falda negra con abertura lateral (lo que indicaba que era la mañana siguiente a una fiesta) y la mirada modestamente fija en el suelo, parecía una prostituta que acaba de mandar todo al carajo para hacerse monja, pero todavía no se lo ha dicho a nadie. Tenía la mano alzada hacia el cielo, con el índice extendido.
A mi derecha, Rafi. Llevaba puesta la chaqueta negra de cuello Mao y los pantalones ceñidos que eran su marca registrada, y sonreía como un hombre que guarda un gran secreto. Hermán Melville dice que eso es un truco barato, pero bueno, también creía que Moby Dick era una ballena.
Tanto Rafi como yo estamos casi en cuclillas, con una pierna estirada hacia atrás y la otra con la rodilla flexionada. Recordaba esa noche con una claridad que nunca había menguado, y sabía la razón de aquella extraña pose: Estábamos en nuestras marcas, y Pen estaba a punto de decir «¡ya!».
— La encontré en el garaje —dijo Pen detrás de mí—, después de que sacases todos tus cachivaches mágicos. Estaba tirada en el suelo.
Me volví para mirarla, con la sensación de haber sido pillado en falta. Una emoción, quizás, algo indigno y secreto que me hacía sentir avergonzado. Pen llevaba el platillo con las cuentas en una mano y el mutilado rosario en la otra. Parecía algo melancólica.
— ¿Cómo va el marcador? —pregunté, buscando algo que decir que no estuviese relacionado con la foto. Hice un gesto con la cabeza, señalando el platillo.
— ¿El marcador?
Se quedó rumiándolo, dejando las cuentas sobre el brazo del sofá antes de dejarse caer pesadamente sobre él. Parecía como si mis palabras la hubiesen dejado algo perpleja, a menos que fuese por el whisky. El silencio se hizo más largo.
— El partido fue suspendido —dijo por fin, sin conseguir dominar del todo el tono frívolo que intentaba dar a su voz — . Por la lluvia. Mierda, ojalá fuese rica. Ojalá supieses tocar la guitarra como Stoker.
Era un chiste privado que ya había empezado a decaer, y que se derrumbó por completo en esa ocasión. Mack Stoker, Mack el Hacha o Mack Cinco, era un chico matriculado en el mismo curso que nosotros, y que también abandonó la facultad, aunque él lo hizo para convertirse en el guitarra de Stasis Leak, la banda de trash-metal, y tuvo tanto éxito que ya había estado tres veces en rehabilitación.
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