Segundo premio café Bretón, es una recopilación de artículos, breves ensayos y reflexiones de diversos temas, mucho cine, lecturas, paseos por la ciudad, todo contado con un lenguaje comedido pero con tintes poéticos, un caminante que, como una veleta curiosa, va cambiando de dirección con entusiasmo.
La lectura de estos libritos me dejan siempre la misma sensación. No son escritores famosos, no son obras maestras, ni nos pegan un hachazo en el alma ni nos proporcionan epifanías que nos cambian el rumbo de la vida. Son más bien conversar con un amigo tomando una copa de vino. Y eso, para mí, también tiene su encanto.
Bueno.
¿Quién el que hizo decir de una prostituta de la época que por lo que a ella se refería cuanto antes viniera mejor? ¿Un miembro loco y oculto de la familia real cuyo nombre y existencia siempre quedó en la sombra, el mismo duque de Clarence -recuerdo los fotogramas de otra película en los que todo el misterio quedaba detrás de una ventana cerrada de un hipotético palacio de Buckingham-, sir William Gull, médico personal de la reina Victoria, un cirujano experto, agentes rusos, extranjeros, artistas necrófilos y maniacos que se retrataban junto a los restos humanos, vengadores patológicos? ¿Quién?
Hay, entre otras muchas, una película de John Brahm con Merle Oberon y Laird Gre-gar -unos impresionantes primeros planos de este último- que no arroja mucha luz sobre el asunto. Una variante más; pero siempre la sífilis y la venganza. Julio Cortázar, por su parte, en La vuelta al día en ochenta mundos, habla de ello y sostiene que se trataba de un médico llamado Stanley que murió en Buenos Aires a finales del siglo pasado; las motivaciones son parecidas. Todo apunta siempre a una puerta cerrada.
Se trata, en cualquier caso, de una de esas historias terribles, sin otra explicación posible que la conjetura, la fantasía temerosa. Es también la historia de ese terror que
se apodera de las calles de una ciudad, de los habitantes de esas calles, de su instinto de conservación, de su ir al encuentro de una muerte rápida. Todo esto tiene algo de simbólico, sin embargo. Había otros ciudadanos que se encontraban a salvo y que asistían con el alma encogida o con curiosidad morbosa a las renovadas y en el fondo siempre ¡guales noticias de la prensa, hasta llegar a la indiferencia. Se desató el estado de sospecha, de xenofobia, de delación falsa, de persecución.
Ellos, ellas en el caso de Jack the pensaban cada noche que ésa podía ser su última noche, que había llegado su turno. Cualquiera, sin más motivo aparente que ser lo que eran, un motivo que permanecía oculto en la mente más o menos vesánica, más o menos enferma del monstruo, podía ser la víctima. Cualquiera podía morir arbitrariamente. Esa me parece que es la clave de la historia. Una historia que, a fuerza de pensar en ella, acaba resultando dolorosamente conocida.

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