Chabon me sigue sorprendiendo. Un libro que es toda una declaración de amor al comic. Tiene su propia entrada en la wikipedia: Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay y se habla de adaptarlo a serie.
Josef Kavalier consigue escapar a Nueva York -transportando nada menos que el Golem- y conoce a Sammy Klayman, su primo. Entre los dos crearán al Escapista, un superhéroe con el que comenzarán una carrera en el mundo del comic llena de altibajos.
Aquí tienen una buena reseña que habla en detalle del libro: Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay y aquí otra donde no ha gustado la parte final: Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, y ahora yo añado lo mío.
Hay un mensaje claro que se repite a lo largo del libro, y que está claro incluso en el nombre del superhéroe. Se ha criticado mucho a los tebeos por ser escapistas, e incluso cuando se habla de literatura escapista es con un tono despectivo. Y el autor pretende todo lo contrario, reivindicar ese escapismo. Este fragmento es revelador (negritas mías):
Después de perder a su madre, su padre, su hermano y su abuelo, a los amigos y rivales de su juventud, a su querido maestro Bernard Kornblum, su ciudad, su historia —su hogar—, a Joe le parecía que la acusación habitual que se hacía a los cómics, el hecho de que ofrecían una simple evasión fácil de la realidad, era en realidad un poderoso argumento a su favor. A lo largo de su vida se había escapado de cuerdas, cadenas, cajones, sacos y cajas, de esposas y grilletes, de países y regímenes, de los brazos de una mujer que lo amaba, de un avión estrellado y de la adicción al opio y de todo un continente helado decidido a acabar con su vida. La evasión de la realidad era, en su opinión —sobre todo después de la guerra—, un desafío que valía la pena. Durante el resto de su vida recordaría la media hora de paz que había pasado leyendo un ejemplar de Betty y Veronica encontrado en los lavabos de una estación de servicio: tumbado con el cómic a los pies de un abeto, en un bosque iluminado por los rayos sesgados del sol a las afueras de Medford, Oregón, completamente absorto en aquel mundo de colores primarios lleno de chistes malos, trazos gruesos de tinta, farsa shakespeariana y del misterio profundo, casi oriental, de las dos chicas-diosas de cintura de avispa y dientes grandes, siempre enredadas en su amistad teñida de animadversión. En aquella época lo acompañaba siempre el dolor de su pérdida —aunque nunca habría hablado de ella en esos términos—, como una bola fría y lisa alojada en su pecho, justo debajo del esternón. Durante aquella media hora pasada a la sombra de los pinos de Oregón, leyendo Betty y Veronica, la bola de hielo se había derretido sin que él se diera cuenta. Aquello sí que era magia, no los engaños del tipo con sombrero de copa que hace desaparecer cartas, ni los trucos arriesgados y brutales del escapista, sino la magia genuina del arte. El hecho de que semejante hazaña de evasión, nada fácil de ejecutar, tuviera que soportar un desprecio tan universal era una señal de lo hecho polvo y arruinado que estaba aquel mundo —la realidad— que se había tragado su hogar y a su familia.
Por otro lado se adivina el homenaje a Kirby y sus encuadres imposibles y a la originalidad de Eisner. Aprovecha para atacar la absurda censura que sufrió el medio a raiz del libro La seducción de los inocentes.
Me ha parecido una novela muy buena, y para los amantes del cómic, imprescindible.
Calificación: Muy bueno.
Otros extractos:
Un detalle sorprendente sobre el mago Bernard Kornblum, recordó Joe, era que creía en la magia. No en la supuesta magia de velas, pentagramas y alas de murciélago. No en los encantamientos culinarios de las abuelas eslavas con sus herbiarios y sus pedazos de dedo meñique del pie de una virgen ciega atados en saquitos de piel de cabra. No en la astrología, en la teosofía, la quiromancia, los zahoríes, el espiritismo, las estatuas que lloran, los hombres lobo, los sucesos sobrenaturales ni los milagros. Todas estas cosas las contemplaba Kornblum como estafas, muy distintas —y mucho más destructivas— que el tipo de ilusionismo que él practicaba, cuyo éxito, al fin y al cabo, aumentaba en proporción directa a la conciencia por parte del público de que a pesar de toda la atención que pudieran poner, estaban siendo engañados. Lo que fascinaba a Bernard Kornblum, por otra parte, era la magia impersonal de la vida, cuando en una revista leía que un pez podía camuflarse en función a siete clases distintas de fondo oceánico o cuando se enteraba por un noticiario que los científicos habían descubierto una estrella moribunda que emitía radiación en una longitud de onda cuyo valor en megaciclos equivalía aproximadamente a π. En el ámbito de los asuntos humanos, esta clase de encantamientos a menudo, aunque no siempre, resultaban más tristes, a veces hermosos y a veces crueles. Sus existencias eran básicamente las ironías, las coincidencias y los únicos portentos verdaderos: aquellos que se revelaban, de forma inconfundible e insoslayable, en retrospectiva.
¡Pobre Judy Dark! ¡Pobres bibliotecarias del mundo, secretamente encantadoras, con su belleza deteriorada para siempre por la crueldad de un par de gafas enormes de montura negra!
Joe suspiró. Aunque todo el mundo los veía como basura —incluso Sammy Clay, que había pasado la mayor parte de su vida adulta haciéndolos y vendiéndolos—, Joe amaba sus cómics: por su separación de colores tosca, por su papel mal cortado, sus anuncios de rifles de aire comprimido y de clases de baile y de cremas antiacné, por el olor a sótano que despedían los más viejos, los que habían estado guardados durante los viajes de Joe. Por encima de todo, los amaba por los dibujos y las historias que contenían, por las inspiraciones y elucubraciones de quinientos niños mayores soñando durante quince años con todas sus fuerzas, convirtiendo sus inseguridades y engaños, sus educaciones públicas y sus perversiones sexuales, en algo que solamente la sociedad más cegata podía negar que se trataba de arte. Los cómics habían mantenido su cordura durante su estancia en el pabellón psiquiátrico de Guantánamo. Durante todo el otoño y el invierno siguientes a su regreso al continente, que Joe había pasado temblando en una cabaña alquilada en Chincoteague, Virginia, con el viento filtrándose por las rendijas de los tablones, medio intoxicado por el olor a pelo quemado de una vieja estufa eléctrica, lo único que le había ayudado a vencer de una vez por todas la necesidad de morfina con que había vuelto del Polo fueron diez mil cigarrillos Old Gold y un montón de Aventuras del Capitán Marvel (incluyendo la increíble lucha épica de veinticuatro meses entre el Capitán y una oruga telepática empeñada en conquistar el mundo llamada Señor Mente).
3 comentarios
Tras el buen sabor de boca que me dejó «El Sindicato de policía Yiddish» debería repetir con Chabon sí o sí. En fin, otro más a la pila de lectura.
Totalmente de acuerdo. Me encantó esta novela.
Cities, te gustará.
Nacho, me alegra coincidir.