Los libros del lince, 2010. 140 páginas.
Un emigrante en Barcelona arrastra sus días en compañía de una troupe de personajes al margen pero llenos de humanidad, un travestí psicoanalista, una chica heredera de Marilyn o un escritor con el síndrome de Bartleby. Bares, fiestas, Barcelona y como telón de fondo el amor, tan esquivo como imposible de alcanzar.
ALgunas cosas que no me han gustado: la muletilla del narrador de repetir frases de Charly García, que al principio resulta simpático pero que, al menos en mi caso, ha resultado cargante. El resto una novela entretenida, bien escrita, con algún personaje entrañable y alguna que otra buena escena. Pero tampoco mucho más allá.
Se deja leer.
En el caso de que me maten como a Lennon —y más allá de mis respetos hacia Sallinger y El guardián en el centeno— me gustaría que el asesino —mi asesino— llevara entre sus manos un libro de Carver. ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? Ese libro no estaría mal. También me gustaría que mi asesino fuera simplemente mi asesino. O sea, que no mate a nadie más. Conmigo basta. Yo nunca voy a matar a nadie. Aunque la esquizofrenización que busco es una suerte de asesinato. El arte: el asesinato metafórico. Decir que un hombre cruzó la puerta no es la mejor manera de decir que un hombre cruzó la puerta. Tampoco es la más cierta. La metáfora —la verdadera metáfora— es la irrupción de lo constante en un breve momento. Después, viene la desaparición y la rutina. Todo el mundo quiere olvidar, Charly dixit. Yo no quiero olvidar, lo dije. El escritor se entusiasma con los asesinos en serie y cuenta una leyenda urbana según la cual existen hombres a los que la CÍA se encargó de entrenar para convertirlos en asesinos. Asesinos que no saben que son asesinos. Ocurrió durante la guerra fría. Les lavaban el cerebro, así los tipos no recordaban ni el entrenamiento ni el motivo que los llevaba a ser asesinos. El método, dice el escritor, para que se activara en ellos la tarea que debían llevar a cabo —liquidar a un tipo— era la lectura de las primeras páginas de un libro. Un día recibían entre las cartas del correo un libro. «Y el libro de Sallinger, era el libro elegido por los de la CÍA», agrega el escritor. A Lennon y a Kennedy los mataron de esa manera. ¿Sallinger mató a Kennedy? La leyenda urbana del escritor es estúpida pero bien podría ser el argumento de una novela barata que se vuelva
best seller. El escritor podría escribir esa novela y ganar el dinero suficiente que le permita dejar las donaciones de es-perma —y dejar, a su vez, de torturar a La Mujer Que No Hace Preguntas con sus obsesiones y miedos—. Detrás del escritor, el Estrecho me mira con furia. Marilyn también. ¿Qué les pasa? ¿Cuántas historias habrá de Marilyn? ¿Marilyn —según la leyenda urbana del escritor— habrá sido asesinada por los de la CÍA? Marilyn y el Estrecho se pierden entre la gente y yo salgo de la cocina. Se podría decir que salgo a escena. O, quizás, sea exagerado decirlo de esa manera. Me asomo entre los bastidores, esa sería una expresión correcta. El escritor, mientras tanto, buscará a otra persona para contarle su gran historia —que yo no recuerdo haber oído—. Quizás, vuelva a mí y me cuente de nuevo el argumento de su novela. De cualquier modo, no le presté atención al escritor cuando me contó la historia de su novela. ¿Algo que ver con Marilyn y con el ciego a quien cuidaba Teodora? Voy al baño. La puerta está abierta y adentro hay varias personas. Hay una mujer vestida dentro de la bañera. La mujer de la bañera escucha lo que le cuenta su amiga que está sentada en el inodoro. Me dijeron que hay alguien que tiene de la buena, Charly dixit. Un hombre se mira al espejo y fuma. Las dos mujeres no miran al hombre. Es el hombre el único que se mira —al espejo—. Y los espejos son sortijas; la sortija, un aparato de amor, Charly dixit. La chica de la bañera mira el techo y su amiga le toma la mano y le pasa el canuto. La chica de la esquina me está tratando mal. Me vende una droga que no puedo pagar, Charly dixit. Y yo me aguanto las ganas de mear. Beber cerveza y aguantarse las ganas de mear son cosas incompatibles.
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