Me ha costado conseguir este libro en la biblioteca, no estoy acostumbrado a leer novedades. Pero quería contrastar opiniones.
Excelente retrato de la sociedad enfocado desde el punto de vista de la farándula (faralaes+tarántula). De la vieja gloria moribunda a la estrella en ciernes aupada por el reality show. Escrita con una pirotecnia verbal exquisita, marca de la casa, que me encanta.
Tiene páginas que a los amantes del teatro como yo les parecerán gloriosas. Escarnio y ternura a partes iguales sobre un mundillo en el que hay mucha tontería pero también mucha verdad. La multitud de puntos de vista magnifica la obra.
Soy un enamorado confeso de Marta Sanz.
Lorenzo Lucas cerró la boca, pero siguió observando el hueco intraclavicular, horquilla esternal o Bosforo de Almasy de Natalia de Miguel, que, en una pausa del ensayo, hablaba por teléfono y se reía con esa risa argentina que a Lorenzo le imantaba los oídos y le hacía sonreír tontamente. Como los que bostezan cuando otros lo hacen delante de ellos. Tal vez es que los actores están obligados a ser empáticos y, más allá del carisma físico -Lorenzo mide uno ochenta y cinco, y tiene un narizón muy sexual-, conviene que carezcan de un criterio firme. Trajes hechos a medida, ranitas miméticas sobre la hoja de nenúfar, camaleones prestos a lanzar la lengua, proyectil pegajoso, cuando pasa frente a ellos el pobre mosquito. Hay que comer. Caracterizada de Anne Baxter, Natalia seguía siendo Natalia. Y eso para una actriz quizá no sea lo ideal, pero a Lorenzo Lucas le encantaba reconocer a la chica por debajo del ropaje y reírse solo, pensando que cualquier participación de Natalia de Miguel en una película de época estaría condenada al anacronismo: ella mascaría chicle en el París del siglo XIV o se recolocaría las tiras del sostén por debajo de la ropa con desvergüenza de afier hours en el interior de un convento de clausura. Cómo le gustaba a Lorenzo esa desinhibición tan contemporánea. Ese impudor. Y ese ser ella misma de Natalia de Miguel.
Aunque resultaba casi imposible afear a Natalia, la peluca que cubría sus cabellos rubios la avejentaba. Sin embargo, al brillo de sus ojos ultraazules le sentaban muy bien las pestañas recargadas de rímel. El abigarrado rouge convertía sus dientes en una descolocada fila de perlas que hacía juego con su collar y emitía casi un tilín tilín con cada carcajada. Encanto. Agrado. Luz. Para Lorenzo Lucas, Natalia era la luz. También, la juventud perdida, Alicia Liddell dentro de la cámara oscura de Carroll, encerrada en el reloj
de bolsillo del conejo. Apartó la imagen de su mente para no encontrarse consigo mismo bajo su traje de George Sanders/ Addison DeWitt, su boquilla y su pelo aplastado por ese sombrerito de ala corta que le quedaba chico: Lorenzo Lucas, actor perteneciente a ese grupo que casi siempre está en paro, cincuenta y nueve castañas, en proceso de divorcio, dos hijos -Manolo, hiperactivo, quince años; Leire, cinco años, dice sospechosamente cada día al levantarse: «Papá, soy tan feliz»—, Ele ele, actor rijoso y babeante ante la desenvoltura de una veinteañera. «¡Lorenzo!» Lorenzo oía con sordina los alaridos de Alex, el director de la obra, y sólo pensaba: «Déjame, déjame, déjame dormir…»
Natalia de Miguel seguía hablando con alguien muy divertido a través de su teléfono móvil y Lorenzo la miraba, aunque en realidad la estaba recordando. Se enternecía cuando ella ensayaba las escenas de la obra como si jugase a las casitas. A los papas y a las mamas. «Mira, yo era la mamá, y te cocinaba arroz porque a ti te dolía la barriga, ¿a que te duele?, ¿ves? Pues con el arroz de la mamá ya no te dolerá…» Tal vez, Lorenzo se dijo a sí mismo que estaba enamorado cuando tuvo esa epifanía: Natalia no actuaba, carecía de resabios, jugaba y, cuando ya no podía más, se quitaba la peluca y dejaba de jugar y fumaba uno de esos pitillos de liar que no tiran por mucho que chupes y que ella decía que había dejado para siempre. «Porque actuar es mi sueño, Loren, y no quiero que se me corte la respiración ni que me falte fuelle», decía Natalia como si Lorenzo fuera la primera persona a quien le hacía una confesión que la dejaba desnuda y a merced de sus depredadores. Caperucita.
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