Esta novela quedó, en el premio Herralde, detrás de Providence, de la que ya dije que me pareció muy mala. Lo lógico sería esperar que esta fuera peor, pero es todo lo contrario.
Zarco es un detective contratado por un matrimonio para investigar el asesinato de su hija, Cristina Esquivel. Parece que su objetivo es poder quitarle la custodia de su nieta a su yerno, de procedencia árabe. Pero las cosas se complicarán con un enamoramiento y un nuevo asesinato.
La novela está estructurada en tres partes con diferentes puntos de vista. Zarco narra la primera, el diario de Luz compone la segunda, y la ex mujer de Zarco, Paula, se hace cargo de la tercera parte y la resolución del caso. El esquema de novela negra se trata correctamente, pero la novela va mucho más allá tanto en sus personajes -originales y muy bien dibujados-, como en su lenguaje -exquisito. Un amante del género no puede verse defraudado y puede encontrar un nuevo punto de vista. Un amante de las buenas novelas la puede leer sin condicionantes de género.
Que la pretenciosidad vacua de Providence venciera a las impecables cualidades de este libro me hacen pensar que el jurado del premio Herralde es capaz de ver cosas que yo no. Por suerte para los lectores se recomendó su publicación.
Una delicia. Otras reseñas aquí: Black, black, black, Marta Sanz y «Black, black, black», de Marta Sanz: novela negra parece… pero mucho más es y una negativa aquí: Arturo Zarco – Marta Sanz. Esta última me hace pensar que igual no todos los amantes del género la van a leer con buenos ojos.
Calificación: Muy bueno.
Extracto:
Luz Arranz y Olmo me invitan a comer porque se ha hecho muy tarde. Son las cuatro. También invitan a Claudia, pero ella no se queda. Dice que su marido la está esperando. Estoy contento de que Claudia esté casada y también de que no se quede a comer. Me avergüenzo un poco, pero se me pasa en un segundo: ahora Olmo me mira casi exclusivamente a mí.
Comemos con una jarra de agua del grifo. Croquetas de jamón y merluza en salsa verde. Mis intuiciones sobre Luz no andaban desencaminadas: se descubre como una magnífica cocinera. Mientras ella manipula sus cubiertos, me fijo en que se le ha quedado un poco de masa de harina pegada a sus anillos de cristales coloreados. Luz cocina sin quitarse sus anillos. No le importa que se manchen. Tal vez no soporta despegarse de ellos o tal vez no les concede ningún valor. Hay muchos gestos susceptibles de dobles interpretaciones: ésa es la mayor dificultad con que me tropiezo en el desempeño de mis funciones profesionales. Cada vez que aislo un detalle particular, los gestos son gárrulos, locuaces, incontinentes, extravertidos. Provocan un ruido que me impide oír la voz que, formando parte de ese
ruido, se pierde entre los timbrazos, las caceroladas, los chisporroteos, los sones, los gritos, los solos de clarinete, los golpeteos, los crujidos de los huesos de las manos, las pizarras que chirrían al apretar sobre ellas la tiza, los partes meteorológicos de la radio, el sonido de las uñas al cortarse con unas tijeras. Mientras comemos aislo dos comportamientos importantes: Luz come con avidez, Olmo sin ganas. Luz rebaña la salsa de su merluza; Olmo desmenuza el pescado, lo destroza, lo esconde entre el espesor de la salsa para evitar comérselo. En cuanto a mí, procuro comer respetando las reglas de urbanidad en la mesa: no coloco los codos sobre el mantel, me limpio la boca antes de llevarme la copa a los labios. Luz se sonríe cada vez que deja de prestar atención a su propia voracidad y me sorprende en uno de los gestos de mi refinamiento. Vuelvo a temer que intempestivamente se ponga a cantar.
—Discúlpeme por lo de la canción, señor Zarco. Le prometo que no volverá a ocurrir.
Luz se dirige a mí con pillería y yo tiemblo ante la posibilidad de que me lea el pensamiento. Pero debo sobreponerme, no permitir que Luz me juzgue: soy yo el que ha venido aquí a juzgar y a sacar conclusiones. No me debo dejar amedrentar ni seducir por una madre y por un hijo que son sencillamente maravillosos. Me da miedo herirlos o que mis preguntas me expulsen de este círculo cerrado alrededor de la mesa que me intimida en la misma proporción que me fascina. Pero no me queda más remedio que preguntar porque quiero, deseo, necesito saber:
2 comentarios
El cuarto párrafo merece una onomatopeya bien sonora y un premio al sarcasmo 😉
Nunca he sido jurado de un premio literario, pero sí de algún otro (ninguno de relumbrón) y generalmente no se premia al mejor o al que haga gala de mejores cualidades, ni siquiera dignas. El juego de deliberaciones suele transcurrir a través de un mar de tedio mientras se trata de encontrar algún participante que supere los vetos, a veces mutuos, de otros miembros [ a menudo enfrentados personalmente antes de ser jurado ] para con sus favoritos [ muchas veces sin haber visto la obra presentada – aún menos el resto ], y las negativas de los no enconados a aceptar bodrios infumables en el palmarés. Toda una experiencia vital.
🙂
Me lo puedo imaginar, y eso en un premio que no esté amañado o concedido de antemano.