Editorial Planeta, 2009. 414 páginas.
Recibí este libro gracias a los buenos oficios de Carmen Alvárez y tengo que agradecérselo. De no ser por ella esposible que nunca hubiera este libro, lo que hubiera sido una pena.
Mario Menkell escribió un libro que tuvo mucho éxito, Lo que me contó Bernard M., algo que le ayudó a encontrar un empleo en la universidad privada -y pija- Luis de Camoens. Pero es una persona apocada y tímida que no ha vuelto a escribir nada más porque cree que no tiene nada más que contar y que no es capaz ni de declararse a la mujer que ama en secreto desde hace años. Hasta que un día se suicida el inquilino de un piso, herencia de su tía. Nada extraordinario, si no fuera porque el suicida tenía el piso abarrotado de cosas; una lista interminable de colecciones agrupadas sin orden ni concierto. Unos objetos que le cambiarán la vida.
Tengo debilidad por las historias tiernas. La escritora quiere a sus personajes, y ese cariño llega con tranquilidad al lector, que se ve atrapado dulcemente en desarrollo de la trama. No suelo ser muy maniqueo, pero creo que a grandes rasgos hay dos tipos de personas; las buenas y los hijos de puta. Las historias en las que los primeros triunfan y los segundos se quedan con un palmo de narices, siempre que estén bien escritas, se leen con gusto.
Marta tiene oficio. Hace creíbles personajes inverosímiles y los trata bien. Tiene una historia que contar, y la cuenta a buen ritmo. Espera al momento justo para revelar sorpresas y te mantiene en vilo incluso cuando imaginas lo que va a pasar ¿y si no pasa?
No es el tipo de libros que suelo leer, de ahí que reitere mi agradecimiento a Carmen. No siempre son mejores los platos de alta cocina; a veces una buena barbacoa entre amigos se disfruta más.
Extracto:[-]
Al contrario que Frade, Gerardo Auder acostumbraba a ignorar a los profesores como Menkell, y éste se dijo que de haber sabido que iba a sentarse con ellos se hubiese llevado la bandeja a la sala de profesores para comer en compañía de los ácaros. Auder le dedicó una mirada desdeñosa y luego, demostrando que estaba dispuesto a despreciar su presencia durante el resto del almuerzo, se dirigió a Frade.
—Pensé que los miércoles no tenías clase.
—Y no tengo. Pero Beatriz Millares me llamó el domingo para pedirme que la sustituyera esta semana. Me dijo que necesitaba tomarse unos días.
—Debe de ser por la gripe o algo así. —Auder no se había dado cuenta, pero se le había caído en la corbata una gota grasienta de sopa de verdura—. Yo hace años que no me la cojo. Desde que me vacuno. Vacunarse contra la gripe debería ser obligatorio. Y gratuito. A mí me lo cubre el seguro privado, pero mi mujer tuvo que comprar la puta inyección para que se la pusieran en el centro de salud. Dicen que sólo vacunan gratis a los grupos de riesgo: viejos y enfermos crónicos. Así se hacen las cosas en este país: los medicamentos se regalan a quien ya está hecho una mierda. Menuda inversión.
Menkell apuró la merluza —ya se había comido la sopa abrasándose la lengua en su afán por acabar cuanto antes— y tomó dos cucharadas de flan, más para disimular que para corroborar su tesis primigenia: el postre estaba tan malo como parecía a simple vista. Dejó el dulce a medias y se puso de pie. De ninguna manera queríaquedarse allí a escuchar como convidado de piedra las tesis disparatadas de Auder sobre la gestión presupuestaria de los medicamentos.
—Si me perdonáis, tengo que corregir unos ejercicios…
Frade le dirigió una sonrisa de despedida. Gerardo Auder ni siquiera había levantado la vista de la porción de merluza. Si juzgaba que dar vacunas a los ancianos era desperdiciar las medicinas, también debía considerar inútil prodigar buenos modales entre los que consideraba inferiores en la escala intelectual.
Se refugió en su despacho, consciente de haber tenido una comida tan incómoda como rentable: no había disfrutado del almuerzo, pero al menos ya sabía que Beatriz iba a estar fuera toda la semana. Víctima de la gripe, según Auder. Aunque, bien mirado, Frade sólo había dicho que se había pedido unos días, no que estuviera enferma. Pensó que podía telefonearla para interesarse… no habría nada de malo en eso… pero ya la había llamado dos veces el día anterior, y seguro que el móvil lo había registrado. A saber qué pensaría Beatriz si, al encender el teléfono, éste empezaba a escupir pruebas de su persistencia: «Mario Menkell ha hecho diecisiete llamadas»… No, de ninguna manera podía usar el móvil. Siempre estaba el fijo, claro. Los teléfonos fijos no suelen reflejar ese tipo de datos. Pero no tenía el número. La única vez que usó el fijo de casa de Beatriz fue Baldo quien contestó, y lo hizo en un tono tan desabrido que Menkell se dio cuenta de que, para el marido de su amiga, ni siquiera su voz era bien recibida.
5 comentarios
Hola, me gustaría ponerme en contacto contigo, acerca de una colaboración que te podría interesar.
Espero tu correo,
Un saludo, Diego
A mí también me envió el libro Carmen, y me lo terminé hace unos días. Más o menos coincido con lo que comentas, aunque en algunos aspectos la novela me ha chirríado un poco, creo que la trama tiene algunos detalles que no me han convencido. Pero he disfrutado leyéndola, la verdad. Dentro de poco colgaré mi reseña.
Un saludo
Pues espero tu reseña para intercambiar opiniones.
Lo primero gracias por darme la posibilidad de leer esta bonita historia. No puedo estar más de acuerdo con tu crítica. Una de esa historias que te hacer tener la esperanza de que la suerte puede cambiar tu vida de una manera casi mágica en un instante. Recomendable.
Desde Logroño,
Sandra
¿Ya te lo has leído? Engancha ¿verdad? Me alegra que te haya gustado.