Mario Muchnik. Lo peor no son los autores.

enero 1, 2025

Mario Muchnik, Lo peor no son los autores
Taller de Mario Muchnik, 1999, 2007. 446 páginas.

Fragmentos de biografía del autor en su relación con los autores que sirven de título a cada capítulo. Aunque algunas cosas me han resultado interesantes, en general todo me ha parecido bastante regular, empezando por esa organización alfabética que le da un aire fragmentado a todo y que hace que ciertos temas que están relacionados tengan repeticiones y, a la vez, lagunas.

También es sorprendente la cantidad de fallos de edición que se encuentran siendo una cuarta edición y tratándose de las memorias de un editor editadas por su propio taller. Pero fallos garrafales, además de un diseño bastante discutible y de una contraportada que me ha parecido horrible.

Pero todos estos fallos no me hubieran importado si el contenido merece la pena. Y solo a veces, porque otras Mario se dedica a repartir estopa a todo el que se encuentra por delante, a ajustar todo tipo de cuentas pendientes y a hacerse un poco de publicidad. Yo solo cruzaba los dedos para que cuando salía alguno de mis escritores preferidos (Calvino, Cortázar) no dijera nada malo.

Lo peor es que, abado el libro, me da la sensación de que el autor me hubiera caído mal.

No me ha gustado.

-No es mal libro- dijo.
-¿Y Borges?
-Borges ya se sabe que es el eterno candidato. Pero yo no le concedería el premio. Y no por razones políticas, que no son pocas, incluso el haber aceptado una medalla de las manos de Pino… Pino… ¿Pino qué?
-Pinochet- le dije, sonriendo.
-No, yo no se lo concedería porque su literatura es trivial, bien escrita pero superficial como el ajedrez.
Un escritor merecía sin dudas el Nobel, según Canetti: Jorge Guillén, entonces todavía en vida.


Cuando le dieron la palabra, Chatwin comenzó diciendo algo así:
-Yo no sé bien qué son las vanguardias ni cuándo un texto es de vanguardia. Sí sé una cosa: que para que un texto logre interesar al lector su autor debe reunir tres condiciones: tener algo que contar, tener ganas de contarlo y saber contarlo. A partir de ahí, ya puede escribir situándose en la vanguardia o en la retaguardia: su texto saldrá victorioso.
¡ Cuántas veces evoqué esta frase luminosa de Bruce Chatwin para decidir si editar o no un manuscrito que me parecía interesante! La mayor parte de los autores hoy día activos no tienen nada que contar; los pocos que sí lo tienen, suelen no tener ganas de contarlo sino de ganar dinero o prestigio con su texto. Y de los aun menos que sí tienen ganas de contarlo, son escasos, muy escasos los que disponen de la técnica necesaria para lograrlo. Veo en esto la primera diferencia entre los escritores peninsulares y los latinoamericanos: estos últimos se mueren de ganas de contar lo que tienen que contar -aunque, también es verdad, no muchos de ellos saben escribir.
Pero la frase de Chatwin abrió en mí todo un horizonte de reflexión acerca de la literatura. Busqué y busqué entre los grandes autores del pasado, de los clásicos en adelante, sin hallar excepciones aparentes a la regla, llamémosla “de Chatwin”. Homero, sin dudas. Stendhal, Flaubert, Balzac, sin vacilar. Proust, Kafka, Faulkner, categóricamente. Dostoievski, Tolstói, Thomas Mann, Dickens, Joseph Conrad, Jack London, por supuesto. Borges…
Ahí me detuve y sigo detenido. ¿Ganas de contar? Borges seguramente tenía ganas de contar. ¿Saber contar? ¡Si no Borges, ¿quién?! Pero, ¿tenía Borges algo que contar? Canetti me había hablado de Borges como de alguien cuya literatura era trivial, “bien escrita pero superficial como el ajedrez”. La literatura como juego, quizás. Y pensé en Perec, en el Calvino del grupo Oulipo, en la poesía automática de los surrealistas. Y nc lo tenía claro. Al fin y al cabo Calvino, por ejemplo, solía jugar con las estructuras literarias, sobre todo a partir de la publicación de las Cosmicómicas. ¿Cómo se medía ese nuevo Cal-vino con el anterior, el de El barón rampante?


-Vale, Pere. Tomo nota.
-No, si no tienes por qué tomar nota de nada.
-Vale, Pere, no tomo nota.
-Sólo quería decírtelo, que estuviera claro desde el principio.
-VALE, Pere. Cambiemos de tema.
No era fácil cambiar de tema con el Pere.
Muy pronto tuve ocasión de asombrarme del Pere, un ¿sombro que dura hasta el día de hoy. Su memoria fenomenal, una velocidad de lectura sobrenatural, la incomparable maestría con los secretos del idioma, su vastísima cultura libraría, hacían del Pere un colaborador precioso, y tanto más para un recién llegado, lector lento y de mediocres lecturas, como yo; necesitado, además, de que me explicaran cada punto y cada coma de lo que era el fondo de Seix Barral. De alguna manera Pere era la memoria viva de la editorial. Sus recuerdos no se limitaban a tal o cual obra, título exacto, si-ruación dentro de la producción del autor y demás datos bibliográficos, sino que abarcaban informaciones como el número de páginas, términos del contrato, fecha de publicación, tipo de edición, nombre y apellido de quien la había recomendado, etc.; todo ello aparecía ipso facto “en pantalla”, como con una prodigiosa base de datos electrónica. Llegó una vez a hablarme de un resto de edición de no recuerdo qué obra editada por la editorial universitaria mexicana, que debía estar, dijo, en los sótanos de dicha editorial y constar no recuerdo (pero él sí) de cuántos ejemplares.
Su velocidad de lectura -unas 180 páginas por hora en casos de urgencia- no era broma: Pere leía, entendía y retenía, por mucho que corriera, y he visto cómo leyó un sesudo informe de lectura de un vistazo, y cómo fue capaz de discutir con el lector de marras acerca de aspectos particulares de su informe que a otros les habría llevado por lo menos cinco minutos comprender. Entre un miércoles por la tarde y un viernes por la mañana, Pere se leyó -a más de varias otras obras- la tesis de Félix de Azúa que editamos con el título de El paradigma del primitivo. Ese viernes por la mañana pudo discutir en mi presencia con Félix acerca de detalles del texto que el propio autor no recordaba a ciencia cierta.
No soy crítico literario.

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