Renacimiento, 2021. 230 páginas.
Obra reunida de la autora y actriz María Luisa Elío. Comienza con sus recuerdos de la guerra y el exilio, el texto que más me ha gustado con diferencia de la obra, realmente conmovedor y excelentemente escrito. El relato que da título al libro -y que es el que más ocupa- es la narración de su viaje a Pamplona para encontrarse con sus orígenes y recordar el tiempo que quedó atrás.
Se añaden el guión de la película En el balcón vacío y algunos cuentos que, estando bien, no son especialmente memorables. Se cierra con diferente material gráfico, fotografías y el manuscrito del guión de la película. Lo cierto es que no hay mucho material y además todo gira alrededor de lo mismo, el trauma del exilio y el reencuentro con los lugares perdidos de la infancia. Es una pena, porque lo que hay está muy bien.
Muy bueno.
En casa el ambiente empezaba a volverse tenso, mamá trabajaba y mi padre, en la puerta de la casa con una pistola al alcance de su mano, vigilaba sin hacer nada, esperando que alguien nos pudiera asaltar. Esto fue anulando lentamente a mi padre que, de ser en España juez municipal y presidente de los Juzgados Mixtos de Navarra, había pasado a permanecer sentado en una silla, esperando a que sucediera algo. Don no lo ayudó en nada, más bien lo anuló. Mi padre se lo había jugado todo, ¿a favor de quién?, ¿para qué?. Estaba solo en su cuarto, mirando al vacío, cuando la muchacha le avisó: «Aquí lo busca Don, que si puede entrar al cuarto». «Que pase, que pase», contestó mi padre. Entró Don -después nos contó mi padre- con un maletín más bien grande y, con cierto sofoco, le dijo: «Luis, en este maletín hay seis millones de dólares. No sé dónde dejarlos, cuídelos mientras yo vuelvo por ellos. Nadie sabe que existen, ni que los he traído, si se queda con ellos nadie sabrá una palabra». ¿Quedarse con ellos mi padre? Debo confesar que, dado como le fue en la vida, algunas veces me he preguntado si no hizo mal. Recibía una verdadera miseria por cuidar la casa.
Ahora Sofía y su hijo Jaime venían por las noches. Mamá la conocía desde París, Sofía nos quería mucho a las tres. Jaime fue, es, para mí, alguien muy especial. De pronto me di cuenta de que esperaba el anochecer con verdadera impaciencia. Mi primer libro de mayor, con catorce años, me lo regaló él: Dickens en francés. «Agnes, Agnes, attendre». Fue
un despertar muy bonito; después él se enamoró de muchas personas, se casó; yo me enamoré de otros hombres y me casé, pero Jaime no ha dejado de regalarme libros.
El recuerdo y el sueño son lo que más se parecen
Cuando llegamos a París fue terrible. Las tiendas estaban llenas de comida pero casi era mejor cuando no la había porque, en nuestras circunstancias, todo era nada. Era mucho peor que cuando los aparadores estaban vacíos, porque ahora estaban llenos pero no se podía comprar. De todas formas, las ausencia de bombardeos nos tenía muy felices, felicidad que acabó pronto, cuando mamá nos tuvo que meter en un colegio de monjas españolas, en realidad un orfanato, donde todas las niñas estaban tristes y donde sí se notaba la falta de comida, porque había pero no había. Ahí sí que todo era nada, había un poquito de nada. Un día, mientras lavábamos el suelo de la iglesia (yo tenía doce años), salió la cocinera a preguntar si queríamos un pan con nata y nos trajo dos graneles panes con gran cantidad de nata y azúcar por encima.
Quisiera poder explicar lo que puede llegar a significar un pan con nata, me resulta difícil. Son los brazos de mi madre, la sonrisa de mi padre en España, mis hermanas jugando, mi madre sin dolor, Jomi llegando a casa, una mesa llena de naranjas, mi hijo llamándome madre, mi nieta llamándome abuela, Julián Orbón tocando el piano.
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