Alba, 2013. 264 páginas.
Tit. Or. The Millstone. Trad. Pilar Vázquez.
La protagonista está escribiendo su tesis cuando se queda, accidentalmente, embarazada. Nunca había tenido relaciones sexuales aunque tenía dos medios novios para disfrutar de compañía. Decide seguir adelante con el embarazo, no decirle al padre nada y convertirse en madre soltera en unos años 60 en los que esto no acaba de estar bien visto.
Una historia sencilla y conmovedora narrada con un lenguaje que pretende ser distante y objetivo, como corresponde a la estudiosa que lo está contando. Desde sus inseguridades en el terreno sexual, la poca relación con sus padres y hermanos, viviendo sola en una casa que no es la suya. El embarazo trastoca su mundo, poniéndola en contacto con un círculo social distinto al suyo, ya que va a la seguridad social.
El nacimiento de la niña también la cambia porque ¿Qué no sufrimos por los hijos? Y pese a que la narración sigue con ese tono distante lo que narra son los sufrimientos de cualquier madre ante la salud de los hijos. El cierre, con esa despedida como un corte suave de navaja, nos termina de meter el libro en el hipocampo. Y sentirlo dentro como si nos hubiera pasado a nosotros.
Muy recomendable.
La miré fijamente mientras decía esto, preguntándome si le diría lo que había visto: ella se sonrojó y apartó la vista, pero me imaginé que no se lo diría y posteriormente supe que había acertado con mi suposición. Estoy segura de que no se contuvo de decírselo para protegerme, sino para librarse de tener que hacer algo por mí. No le gustaba nuestra familia, con razón, y cuanto menos nos viera, más contenta estaría. Cuando la dejé, estaba inclinada sobre el mostrador, señalando con una mano enguantada en color morado un faisán preparado: me alejé, pensando en sus terribles fiestas y cenas, en sus interminables visitas al tinte y en sus largas sesiones bajo el secador Nunca he conseguido curarme de la idea de que la gente que pasa demasiado tiempo en la peluquería no tiene nada mejor que hacer ni otra manera de deshacerse del dinero que les sobra: dignos de compasión, sí, claro, pero estaba harta de compadecerme de la gente, y preferí darme el lujo de pensar que no la podía ni ver. Un parásito ocioso, eso es lo que es, me dije para mis adentros, no sin cierta amargura, mientras volvía a casa con mis dos kilos de harina, pensando en mi madre, con las horquillas entre los dientes, retorciendo la larga y espesa mata de pelo en un moño duradero, al tiempo que repasaba los informes que tendría que entregar aquel día en el centro de acogida de presos en libertad condicional donde trabajaba. Mi madre, Beatnce y yo éramos las tres más guapas que aquella chica, además de más listas. Pero, Dios mío, pensé según llegaba al ascensor y pulsaba el botón, quién tiene la culpa, quién la tiene, de quién es la virtud, y esa oleada de animadversión perdió fuerza, arrastrada por el reflujo de la equidad, dejándome, como siempre, en la dura, húmeda, orilla de la compasión sociológica.
La riqueza causa un mal atroz, pero la pobre Clare ni siquiera era rica: lo único que tenía era elegancia y una voz heredada. Digo tanto «pobre Clare» porque es una mujer infeliz, pero yo también soy una mujer infeliz, así que ella podría decir perfectamente «pobre Rosamund». A veces me pregunto si no tendrán mis padres la culpa de mi incapacidad para ver nada desde el punto de vista tan humano del agrado y del desagrado, del amor y del odio: solo soy capaz de ver las cosas desde el punto de vista de la justicia, la culpabilidad y la inocencia. La vida no es justa: ésta es la lección que asimilé con mi tazón de cereales Kellogg’s en nuestra casa familiar de Putney Es injusta en todos los sentidos, por infinidad de motivos y en todos sus pormenores, y quienes, como mis padres, intentan hacerla más igualitaria están abocados al fracaso.
Aunque cuando les decía esto, furiosa, discutidora, en tono trágico, con el tazón de cereales delante de mí, casi llorando por su inocencia incorregible y sus imposibles aspiraciones, ellos sonreían sin inmutarse y me decían: Claro que sí, querida, nada se puede hacer para paliar la desigualdad física e intelectual, pero eso no es una razón para que no intentemos hacer algo en el terreno de la economía, ¿no?
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