Lumen, 2009. 460 páginas.
Trad. Carlos Manzano.
El autor rememora su infancia y juventud con el disparador de la famosa magdalena y nos cuenta su vida y, sobre todo, la de Swann, vecino suyo que tendrá una aventura amorosa bastante peculiar.
Deuda pendiente desde hace siglos, estos clásicos de la literatura que más tarde o más temprano acaban cayendo. Sentimientos encontrados. No me ha gustado demasiado el barroquismo del estilo, aunque hay que reconocer que escribe de maravilla, no como los cientos de epígonos que lo han imitado. Me ha pasado como con Eliot, que descubres el origen de otros escritores que han bebido en esta fuente. Tampoco el ambiente de alta burguesía y aristocracia, que cada vez me importa menos y me hastía más, con la edad me voy a acabar volviendo revolucionario.
Pero qué páginas, dios mío, y qué personajes, no hay duda de que genio lo era, aunque no sea de mi cuerda. Hay pasajes que he disfrutado muchísimo, lo mismo que había momentos en los que le hubiera pegado una colleja al Swann, por tontolaba. Me ha hecho muchísima gracia ver que aunque la marca del autor sea ese barroquismo literario es también capaz de las mayores sutilidades y contar con elipsis lo que le interesa.
Seguiré con su lectura, por lo menos del siguiente volumen, pero no en breve. Necesito reposar la mente de tantas fiestas de alta sociedad.
Muy bueno.
No se podían dar las gracias a mi padre; habría sido irritarlo con sensiblerías, como él decía. Permanecí sin atreverme a hacer un movimiento; estaba aún ante nosotros —alto, con su blanco camisón de dormir bajo el pañuelo violeta y rosa de cachemira de la India que se anudaba en torno a la cabeza desde que tenía neuralgias— con el gesto de Abraham —en el grabado inspirado en Benozzo Gozzoli que me había regalado el Sr. Swann— en el momento de decir a Sara que debe separarse de Isaac. Hace muchos años de aquello. Hace mucho que no existe la muralla de la escalera, por la que vi subir el reflejo de su vela. También en mí se han destruido muchas cosas que, según creía, habían de durar siempre y se han erigido otras nuevas y han engendrado penas y alegrías nuevas que no habría yo podido prever entonces, así como las antiguas se me han vuelto difíciles de comprender. Hace mucho tiempo también que mi padre ha cesado de poder decir a mamá: «Vete con el niño». La posibilidad de tales momentos jamás renacerá para mí, pero desde hace poco empiezo de nuevo a percibir muy bien —si presto oídos— los sollozos que tuve fuerzas para contener delante de mi padre y que no estallaron hasta encontrarme solo con mamá. En realidad, nunca han cesado y sólo porque ahora la vida se calla más a mi alrededor los oigo de nuevo, como esas campanas de conventos, tan bien cubiertas por los ruidos de la ciudad durante el día, que parecen haber callado, pero vuelven a tañer en el silencio de la noche.
Y de repente me vino el recuerdo: aquel sabor era el del trozo de magdalena que, cuando iba a darle los buenos días los domingos por la mañana en Combray —porque esos días no salía yo antes de la hora de la misa—, me ofrecía mi tía Léonie, después de haberlo mojado en su infusión de té o tila. Nada me había recordado la vista de la pequeña magdalena, antes de que la hubiera gustado, tal vez porque, al haberlas visto después con frecuencia, sin comerlas, en las bandejas de las pastelerías, su imagen había abandonado aquellos días de Combray para unirse a otras más recientes, tal vez porque de aquellos recuerdos abandonados, tanto tiempo fuera de la memoria, nada sobrevivía, todo se había disgregado; las formas —y también la de aquella conchita de repostería tan sensual, bajo sus severos y devotos pliegues— se habían abolido o habían perdido, adormecidas, la fuerza de expansión que les habría permitido llegar hasta la conciencia. Es que, cuando después de la muerte de las personas, después de la destrucción de las cosas, nada subsiste de un pasado antiguo, sólo el olor y el sabor —más débiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles— perduran durante mucho tiempo aún, como almas, recordando, aguardando, esperanzados, sobre la ruina de todo lo demás, portando sin flaquear sobre su gotita casi impalpable el inmenso edificio del recuerdo.
Y, en cuanto hube reconocido el sabor del trozo de magdalena mojado en tila que me daba mi tía —aunque no supiera aún descubrir, y hubiese de aplazarlo para mucho más adelante, por qué me hacía tan feliz aquel recuerdo—, la vieja casa gris que daba a la calle, donde estaba su cuarto, vino al instante como un decorado de teatro a ajustarse al hotelito, que daba al jardín, construido para mis padres en su parte posterior —aquel lienzo de pared truncado que era lo único que había vuelto a ver hasta entonces— y, junto con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta la noche y a todas las horas, la plaza, a la que me mandaban antes de almorzar, las calles por las que iba a hacer recados, los caminos por los que, si hacía bueno, nos internábamos, y, como en ese juego en el que los japoneses se divierten mojando en un tazón de porcelana lleno de agua trocitos de papel, hasta entonces indistintos, que, en cuanto los sumergen en el agua, se estiran, se retuercen, se colorean, se diferencian, se vuelven flores, casas, personajes consistentes y reconocibles, también entonces todas las flores de nuestro jardín, las del parque del Sr. Swann, los nenúfares del Vivonne, la buena gente del pueblo, sus casitas, la iglesia, todo Combray y sus alrededores —todo aquello, que iba cobrando forma y solidez— salió —ciudad y jardines— de mi taza de té.
«¿Tiene usted amigos por allí, ya que conoce tan bien Balbec?».
Con un último esfuerzo desesperado, la risueña mirada de Legrandin adquirió su máxima ternura, vaguedad, franqueza y distracción, pero, pensando seguramente que no podía por menos de responder, nos dijo:
«Tengo amigos dondequiera que haya legiones de árboles heridos, pero no vencidos, que se han agrupado para implorar juntos con patética obstinación a un cielo con ellos inclemente».
«No me refería a eso», interrumpió mi padre, tan terco como los árboles y tan despiadado como el cielo. «Le preguntaba —para el caso de que ocurriera cualquier cosa a mi suegra y necesitara no sentirse allí en país extraño— si conocía usted a alguien».
«Allí, como en todas partes, conozco a todo el mundo y a nadie», respondió Legrandin, que no se rendía tan fácilmente: «mucho las cosas y muy poco a las personas. Pero las cosas mismas parecen allí personas: personas poco comunes, de una esencia delicada y a las que la vida hubiera decepcionado. A veces es un castillito que encontramos en el acantilado, detenido al borde del camino para confrontar su pena con el anochecer aún rosáceo en el que se eleva la luna de oro y cuya llama izan en su mástil las barcas que regresan estriando el agua esmaltada y portan sus colores; a veces es una simple casa solitaria, bastante fea, con aspecto tímido pero novelesco, que oculta a todos los ojos algún secreto imperecedero de felicidad y desencanto. Ese país sin verdad», añadió con una delicadeza maquiavélica, «ese país de pura ficción, no es buena lectura para un niño y, desde luego, no sería el que yo elegiría y recomendaría para mi amiguito, ya tan propenso a la tristeza, para su predispuesto corazón. Los climas de confianza amorosa y de pesar inútil pueden convenir a un viejo desengañado como yo, pero son siempre malsanos para un temperamento aún no formado. Créanme», repitió con insistencia, «las aguas de aquella bahía, ya a medias bretona, pueden ejercer un efecto sedante, discutible, por lo demás, en un corazón que ya no esté intacto, como el mío, cuya lesión ya no esté compensada, pero están contraindicadas para su edad, muchacho. Buenas noches, vecinos», añadió y nos dejó con aquella brusquedad evasiva a la que nos tenía acostumbrados y, volviéndose hacia nosotros con un dedo alzado de doctor, resumió su consulta: «Antes de los cincuenta años, ni hablar de Balbec y, aun así, dependerá del estado del corazón», nos gritó.
Swann no aceptó; como había quedado con el Sr. de Charlus en que, al abandonar la casa de la Sra. de Saint-Euverte, volvería directamente a la suya, no quería arriesgarse —yendo a casa de la princesa de Parma— a no recibir una nota por mediación de un sirviente que había esperado durante la velada y que tal vez fuera a encontrar en su portería. «Ese pobre Swann», dijo la Sra. Des Laumes a su marido, «sigue tan amable, pero parece muy desdichado. Ya lo verás, pues ha prometido venir a cenar un día de estos. Me parece ridículo que un hombre de su inteligencia sufra por una persona de esa clase y que ni siquiera es interesante, pues, según dicen, es idiota», añadió con la cordura de las personas no enamoradas, para quienes un hombre de talento sólo debería sentirse infeliz por una persona que se lo mereciera; es más o menos como extrañarse de que nos dignemos sufrir del cólera porque lo comunique un ser tan pequeño como el vibrión.
En aquella época, a todo lo que él decía contestaba ella con admiración: «Usted nunca será como todo el mundo»; miraba su larga cabeza un poco calva, de la que la gente que conocía los éxitos de Swann pensaba: «No es, si se quiere, lo que se dice un hombre guapo, pero es elegante: ¡ese mechón, ese monóculo, esa sonrisa!», y, tal vez con más curiosidad de saber lo que era que deseo de ser su amante, decía: «¡Si pudiese saber lo que hay dentro de esa cabeza!».
Ahora, a todas las palabras de Swann respondía con tono ora irritado ora indulgente: «¡Ah! ¡Nunca vas a ser como todo el mundo!». Miraba aquella cara un poco más envejecida por la preocupación —pero de la que ahora todos pensaban, en virtud de esa misma facultad que permite descubrir las intenciones de un fragmento sinfónico cuyo programa hemos leído y los parecidos de un niño cuando se conoce a su parentela: «No es que sea, si se quiere, rematadamente feo, pero es ridículo: ¡ese monóculo, ese mechón, esa sonrisa!», advirtiendo con su imaginación sugestionada la divisoria inmaterial que separa a pocos meses de distancia una cara de amante de corazón y una cara de cornudo— y decía: «¡Ah! Si yo pudiera cambiar, volver razonable, lo que hay dentro de esa cabeza». Siempre dispuesto a creer lo que deseaba, con sólo que la forma de ser de Odette para con él dejara margen para la duda, se lanzaba con avidez sobre esas palabras: «Si quieres, puedes», le decía.
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