Manuel Vázquez Montalban. Cuentos blancos.

mayo 3, 2018

Manuel Vázquez Montalban, Cuentos blancos
Círculo de lectores, 2011. 256 páginas.

Incluye los siguientes cuentos:

Bestiario
La piedad peligrosa
Historia de amor de la dama de ámbar
Pensión Villa Benci
El festín de Pierre Ebuka o Reflexiones sobre los riesgos de la decadencia europea
Fragmento de las probables memorias del Estrangulador de Boston
La Navidad del joven Estrangulador de Boston
El niño y el perro
Televisión basura
50 años después de la derrota aliada
… y en invierno viajar hacia el sur
Caperucita y el problema del paro
La polaca
Los privilegios de la edad
Lecciones de geografía e historia en un hogar de El Ferrol (Galicia).
Otoño de 1898
Bolero o Sobre la recuperación de los barrios históricos en las ciudades con vocación posmoderna
Sancti Petri
Una lectora corrige a su escritor preferido
Crecer para la muerte

Que dan fe del buen hacer de Manuel también en las distancias cortas, alejadas del género negro. Los cuentos se enmarcan dentro del estilo subnormal (como los del estrangulador de Boston) la crítica del sistema y del pensamiento postmoderno, los cambios de las ciudades y esos cuentos emotivos que hablan de la transformación individual y del imposible retorno a la infancia. Aunque los platos pagues ya no hay quien te devuelva lo que un día no supiste y ahora sabes. Ni aunque te dediques a quemar los libros de tu biblioteca.

He disfrutado de todos, que me siguen haciendo pensar que Manuel Vázquez Montalbán tenía que ser una persona con la que hablar de todo tipo de temas. Pero me he emocionado con … y en invierno viajar hacia el sur, redondo viaje sentimental.

Muy recomendable.

Mis hijos y mi mujer son del norte, definitivamente norteños y además, nordistas. Son militantes del Norte, comulgan con ese racismo lingüístico y económico de los nordistas, convencidos de que financian la inutilidad de unas gentes que no pronuncian bien el lenguaje de los que mandamos, ni en las palabras, ni en los gestos, ni en el vestuario. Y ha sido inútil cada vez que yo he tratado de reivindicar mis raíces sureñas ante los que me rodean, porque me las niegan, por mi bien, me las niegan para que no me hunda en el sur, como si el sur sólo mereciera ser una entelequia literaria o una peligrosa aglomeración de arenas movedizas. No debo desaprovechar la suerte que he tenido de acceder a un lugar en el norte.
-Sí, sus padres son del sur, pero él ya nació aquí.
Me disculpa Clara, temerosa de que se me considere un extraño en la Europa del carbón y del acero, aunque ella conserva benefactoramente un imaginario positivo del sur hecho a la medida de la pulsión de escape de los nordistas.
-Me encanta el sur. La filosofía de la vida que tiene aquella gente. Luego hay que subvencionarles, pero constituyen como una parte fundamental en el ecosistema moral de un pueblo.
Clara es profesora de Ética y presume de conocer muy bien el sur como supuesto moral. Hicimos un viaje allí poco después de casarnos y ella volvió con la convicción irrebatible de que todo estaba igual que en los tiempos de Washington Irving.
-Con decir que aún se veían las huellas de la guerra civil y ya habían pasado veinte años.
Las huellas de la guerra civil se veían en los cuatro puntos cardinales de España y tal vez Clara confundiera la pobreza de toda una historia con la pobreza de una posguerra. Pero si le llevé la contraria entonces no se la llevo ahora. A mi edad ya no se puede llevar la contraria. Me sonaría a falsa la defensa de algo que contadas veces siento como mío y sólo in memoriam, como si al recuperarlo resucitara
a mi madre. Tengo en alguna esquina de mi memoria un poema de Quasimodo en el que también evoca el sur en relación con su madre y su muerte significa la imposibilidad de volver al sur. Piú nessuno mi portera nel Sud. En algún momento de mi crecimiento cultural y económico perdí mis raíces. Hasta los veinte años me estuve carteando, muy de tarde en tarde, con algunos parientes que habían pasado por este álbum, por mi vida o nuestra casa, pero que fundamentalmente pertenecían a la memoria y a la vida de mi madre. Le gustaba que yo le escribiera las cartas que ella firmaba, no sólo porque mi caligrafía era mejor, sino porque de vez en cuando me salía alguna imagen, metáforas, y a mi madre le gustaban las metáforas. Cada cosa en su sitio. Me toleraba las metáforas, pero me exigía que las cartas empezaran con un invariable: «Deseo que al recibo de estas líneas vuestra salud sea buena, nosotros, dentro de lo que cabe, bien». Todos mis esfuerzos para darle a entender que las cartas «al pueblo», como ella las llamaba, no tienen por qué empezar así necesariamente, toparon contra el muro de la preceptiva popular, la más dogmática de las preceptivas. Ella imaginaba la llegada de mi escrito a las cada primavera encaladas casitas de sus tíos o de sus primas, como un tesoro de papel recibido desde un más allá rico y mítico. La abrirían y la leerían a la luz del candil de aceite o de la lámpara de carburo y ella misma casi ponía cara de lectora pueblerina cuando me arrebataba mis borradores para examinar críticamente por dónde iba mi imaginación y mi incipiente voluntad de dis-tanciamiento crítico. Ella sabía cómo debían ser las cartas dignas de sus parientes y no estaba dispuesta a tolerar ninguna violación del código. «Parece mentira que escribas estas cosas a la tía Dolores. ¡Cómo se te ocurre decir estas tonterías al primo Paco! ¿Acaso no los conoces? ¿No sabes cómo son? ¿Tanto estudiar para no saber cómo escribir una carta «al pueblo»?»


Han pasado cuarenta años desde mi viaje onanista adolescente y treinta del compartido con Clara y me miro las conchas de galápago que se han formado sobre mi piel adolescente, a manera de falsa coraza protectora, porque yo conozco, por mucho que lo disimule mi coraza, la fragilidad de mis secretas pieles. Son conchas culturales, aprendidas en los libros o en experiencias negativas que destruyen la tentación de la inocencia, incluso de la mirada inocente, sin que nada, nada pueda sustituir la riqueza de la mirada inocente. Más de una vez he viajado hacia el sur en avión y he evitado siempre el reencuentro con los supervivientes de mi familia original, aunque durante años supe de sus evoluciones, de sus movimientos migratorios, de su relativa esperanza económica y étnica cuando llegó la democracia y prometió respetar el derecho a la diferencia pero corrigiendo los excesos de la división del trabajo. Han sido viajes de negocios, de negocios culturales, pero negocios al fin y al cabo, aunque se enmascaren de proclamación o intercambio de saber. Como un viajante de conceptos he ido y he vuelto sin dejarme impregnar nunca más por aquel aura ambiental imaginada en la infancia y casi ratificada en mi primer viaje, o tal vez esa impermeabilidad ante el encanto del sur haya sido fruto de un instinto de defensa frente a la tentación de caer en la desorientación. Como un desclasado que jamás volverá a sus orígenes proletarios, pero que se sabe incapaz de integrarse plenamente en el mundo de la burguesía, mis pies se han quedado paralizados en esa línea convencional que separa el norte del sur. Pies trabados por la irresolución de una conciencia irritada por el racismo económico y étnico nordista y también por la autocomplacencia fatalista de los sureños que posan ante espejos trucados y propicios que les devuelven la imagen de monopolizadores de la pulsión de felicidad. Me molesta la prepotencia de los vencedores, pero también
la de los perdedores, en una clara demostración de mi propia indeterminación. Me molesta la geometría despiadada de la ciudad nordista, pero me inquieta la pulsión de compasión que me dicta la ciudad sureña. Geometría o compasión. Geometría o compasión. Me lo repito una y otra vez, como si el dilema escondiera una revelación fundamental para mi vida, como si pudiera establecerse un dilema entre la matemática de las dimensiones y la solidaridad cargada de conmiseración y, a veces, de desprecio.
Hoy he recuperado el viejo álbum de fotografías porque Clara ha llegado a casa con una bolsa llena de compactos de música del sur y de guías culturales que lee con un entusiasmo vicioso, un entusiasmo de erudita que necesita documentarse incluso sobre los paisajes. Escogerá el paisaje y su música. Trata de reclamar mi atención sobre un mapa en el que dibuja itinerarios entre lo necesario y lo posible, según el tiempo de que disponemos y unos criterios monumentalistas sólidamente avalados por una bibliografía irrefutable. Será su viaje. El mío lo quiero secreto, íntimo, en busca de la resurrección de instantes vividos por mi madre o por mí mismo en aquel primer viaje, tal vez el único que he hecho hacia el sur con esa disposición viajera abierta que Bowles reclama para distinguir al viajero del turista. Pero al citar a Bowles me noto traidor de esa vocación de recuperar la mirada o la sensualidad inocente, es como si pusiera notas a pie de página de mi deseo de evocar en libertad y junto a Bowles debiera alinear a Melville, Gauguin, Conrad, Pavese, Eliot, Alberti… y de Alberti me viene una coplilla a los labios:
Se equivocó la paloma
se equivocaba
creyó que el norte era el sur
creyó que el trigo era el agua.

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