Círculo de lectores, 2011. 150 páginas.
Cuatro relatos unidos por sus diferencias: el momento histórico de un país que pasó de una posguerra terrible a una modernidad discutible.
En los años 40 todavía podían llevarte preso por tus antiguas filiaciones políticas, como le ocurre a la Moncha. En los sesenta las hijas de niña bien tonteaban con los intelectuales subversivos. Hasta casi la muerte del caudillo la policía secreta seguía investigando a los posibles agitadores sociales. Ya en la época moderna la muerte de un músico pondrá en marcha un juego de memorias e inquinas.
Sin llegar a ser excelentes, sirven como retrato de nuestra escasa memoria histórica.
Ni los fanfarrones ni la catarata de fusilamientos inquietan a los demás vecinos de este inmueble -con gas en cada piso, pero sin ascensor ni portero-, que duermen con la placidez de los que no están amenazados por los vencedores de la guerra. Ni la viuda del primero ni la inválida del bajo ni el jefe de casa que vive en el entresuelo se asustan de los tiros de gracia en cárceles y cuarteles y de los himnos cantados por los señoritos del automóvil en la bodega de la calle Churruca.
Se alejan los bravucones por las calles de Luchana y Trafalgar y el matrimonio del principal, ya más tranquilo, asiste desde la cama al desperezamiento de su casa. Moncha, la criada, abandona el trastero donde duerme, se arregla en el aseo y distribuye sobre la mesa camilla de la cocina cucharillas y tazas, el plato de loza con las rebanadas de pan de centeno y los vasos para la leche que, desde la vaquería de la calle Malasaña, se reparte en borrico por el barrio y a hombros de un mozo por los pisos. Con el líquido de la cántara Moncha llena la jarra que deposita en la fresquera y de ella extrae cada mañana la medida indicada en el cazo de aluminio donde esta noche se ablandaron en agua las legumbres previstas para el almuerzo.
La fresquera da al patio interior del edificio, lo mismo que el cuarto del huésped, quien también se desvela con los movimientos madrugadores de la criada. Basta abrir el grifo de la pila por un tiempo tan corto como el de llenar un vaso o rescatar las cucharillas del cajón del aparador para sentir
el chasquido de la lamparita en su habitación y el rebote del somier. Con una tos de más aparece Cuenca, vestido de calle y con la toalla en la mano derecha. Nunca le ha visto Moncha en camiseta, bata o pijama, como a los pupilos del Hotel Regalón en la Red de San Luis, donde servía antes, porque a iliferencia de aquellos que exhibían su torso desnudo por el hotel, Cuenca va al lavabo con el mismo traje con el que, ya .íseado, vuelve a su habitación.
Cuenca se despierta con las gallinas y se acuesta antes del toque de silencio en el cuartel del Conde Duque. Durante la jornada anda por el barrio con todo tipo de gente y negocio, en una actividad infatigable de correveidile. Al poco de finalizar la guerra, por desavenencias con sus superiores del obispado de Madrid-Alcalá, rompió y quemó papeles en su cuarto y barrió las cenizas sin consentir que Moncha le ayudase. Ahora, cuando regresa del aseo, abre su ventana al patio, todavía sin ruido ni luces, cuelga la Coalla del tendedero y, arrodillándose en el suelo, reza maitines.
Su oración se enreda en la niebla mientras los parroquianos desalojan la bodega de la calle Churruca: los señoritos prolongan la jarana por algún tablado flamenco de la cuesta de las Perdices y los redactores de Arriba curiosean el kiosco de Germán en la glorieta de Bilbao, donde otros periódicos de la mañana conviven con novelas del oeste escritas por seudónimos yanquis. Después bajarán por Fuencarral y unos repostarán en la churrería de Barceló y otros en la panadería de Divino Pastor, que abastece de bollos suizos a las monjas de María Inmaculada, de la misma calle.
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