Alianza, 2017, 2018. 126 páginas.
El libro analiza la creciente sensación por parte de la gente de que los gobiernos democráticos cada vez legislan menos para el pueblo y más para las élites económicas, que, como se dice en muchas manifestaciones No nos representan, y que esta crisis de confianza es el caldo de cultivo para muchos populismos y para el auge de la extrema derecha.
El autor no se casa con nadie, expone y explica lo hechos, reparte estopa a todo el mundo (corrupción del PP y PSOE, problemas de Ciudadanos y Podemos) y te pone los pelos de punta, porque el futuro no pinta nada bien. Me gusta la independencia de pensamiento y la solidez intelectual del autor.
Imprescindible para reflexionar sobre los tiempos que vivimos.
Las raíces de la ira
La crisis de la democracia liberal resulta de la conjunción de varios procesos que se refuerzan mutuamente. La globalización de la economía y de la comunicación ha socavado y desestructurado las economías nacionales y limitado la capacidad del Estado-nación a responder en su ámbito a problemas que son globales en su origen, tales como las crisis financieras, los derechos humanos, el cambio climático, la economía criminal o el terrorismo. Lo paradójico es que fueron los estados-nación los que estimularon el proceso de globalización, desmantelando regulaciones y fronteras desde la década de los ochenta, en las administraciones de Reagan y Thatcher, los dos países líderes de la economía internacional entonces. Y son esos mismos estados los que están replegando velas en este momento, bajo el impacto político de los sectores populares que en todos los países han sufrido las consecuencias negativas de la globalización. Mientras que las capas profesionales de mayor educación y posibilidades se conectan a través del planeta en una nueva formación de clases sociales, que separa a las élites cosmopolitas creadoras de valor en el mercado mundial de los trabajadores locales devaluados por la deslocalización industrial, desplazados por el cambio tecnológico y desprotegidos por la desregulación laboral. La desigualdad social resultante entre valoriza-dores y devaluados es la más alta de la historia reciente. Es más, la lógica irrestricta del mercado acentúa las diferencias entre capacidades según lo que es útil o no a las redes globales de capital, de producción y de consumo, de modo que además de desigualdad hay polarización, es decir los ricos son cada vez más ricos, sobre
iu. lo en la cúspide de la pirámide, y los pobres cada vez más po-liic.s. Esta dinámica juega a la vez en las economías nacionales y cu la economía mundial. De modo que aunque la incorporación de- cientos de millones de personas del mundo de nueva industrialización, dinamiza y amplía el mercado mundial, la fragmen-i;ición de cada sociedad y entre cada país se acentúa. Pero los gobiernos nacionales, casi sin excepción, hasta ahora, decidieron unirse al carro de la globalización para no quedarse fuera de la nueva economía y del nuevo reparto de poder. Y para aumentar la capacidad competitiva de sus países, crearon una nueva forma de Estado: el Estado-red, a partir de la articulación institucional de los estados-nación, que no desaparecen, pero que se convierten en nodos de una red supranacional en la que transfieren soberanía a cambio de su participación en la gestión de la globalización. Este es claramente el caso de la Unión Europea, la construcción más audaz del último medio siglo, como respuesta política a la globalización. Sin embargo, cuanto más se distancia el Estado-nación de la nación que representa, más se disocian el estado y la nación, con la consiguiente crisis de legitimidad en las mentes de muchos ciudadanos a quienes se mantiene al margen de decisiones esenciales para su vida que se toman más allá de las instituciones de representación directa.
A esa crisis de la representación de intereses se une una crisis identitaria como resultante de la globalización. Cuanto menos control tienen las personas sobre el mercado y sobre su Estado más se repliegan en una identidad propia que no pueda ser disuelta por el vértigo de los flujos globales. Se refugian en su nación, en su territorio, en su dios. Mientras que las élites triunfantes de la globalización se proclaman ciudadanos del mundo, amplios sectores sociales se atrincheran en los espacios culturales en los que se reconocen y en donde su valor depende de su comunidad y no de su cuenta bancada. A la fractura social se une la fractura cultural. El desprecio de las élites al miedo de la gente de salir de lo local sin garantías de protección se transforma en humillación.
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