Lucía sale de la cárcel tras cumplir su condena por haber asesinado a su marido. Fuera le esperan su círculo de incondicionales, con las que sobrevivió mientras estaba encerrada y con las que ha ido montando algunos negocios en el exterior. Tendrá que enfrentarse a una sociedad que le señalará como una asesina, pero habrá algo todavía peor. Su madre, alto cargo en un partido conservador, intentará utilizarla para conseguir más poder en su partido.
La novela pendula entre las dos protagonistas, madre e hija, cada una con sus intereses y completamente enfrentadas. Pepa, la madre, verá una oportunidad para postularse como secretaria general de su partido y, quizás, alcanzar la presidencia. Para ello no dudará en utilizar todos los medios a su alcance, una mentalidad sin escrúpulos en la que todo vale para conseguir el poder. Incluso poner entre la espada y la pared a su hija para que le pida perdón en público y quedar bien de cara a la galería.
Lucía, por su parte, deberá enfrentarse a la frialdad de su hijo, ya mayor, al que desde pequeño le han inculcado que su madre era una asesina. Ella hará todo lo posible por recuperarlo y poder disfrutar de su nieto pequeño. Pero mientras dirige con mano de hierro los negocios que ha montado con su grupo de presidiarias tendrá que hacer malabares con los problemas diarios, la presión de su madre, y sus demonios internos.
Un retrato duro sobre la mecánica interna de los partidos y las luchas de poder en las que se pone de manifiesto que quien llega a los primeros puestos lo hace a base de pisar el cuello de los demás y de disponer de cuantos más esqueletos en el armario de los demás, mejor. La política como servicio al ciudadano ni está, ni se la espera. Al lado de estos tinglados el dibujo de los bajos fondos, los personajes que trafican con droga o las mafias del lumpen parecen corderitos aficionados.
La tensión entre madre e hija hace avanzar la trama que se lee como un thriller que va subiendo de temperatura hasta llegar a un final explosivo que no voy a desvelar, pero que cierra de manera magistral la novela.
Recomendable
Su respiración se para unas décimas. Se recupera, no desea ofrecer siquiera un momento de debilidad a la sagacidad de Pepa. Pero su corazón se ha parado, una décima. Su nieto, Marc, ni siquiera lo ha visto.
—Ella trabaja en el partido, depende de ti.
—Soy consciente. —Hace una pausa—. Se lo dije a Emma, si es la pregunta.
Lucía asiente al tiempo que titubea ligeramente. Duda.
—¿Y las cosas de Héctor?
—Pero ¿qué importancia…? Se las entregué a su madre, ¿para qué las quería?
Pepa avanza a la salida y cierra la puerta tras de sí. El sonido de la cerradura encoge a Lucía. La cárcel acude con sus cerraduras tan clavadas dentro. Desconoce cómo echarlas a patadas.
El ruido que ha dejado atrás Pepa retumba a resquemor en Lucía. Convencida de que ese resabio e inquina por Pepa estaba superado, transformado en indiferencia; pero el interior ruge: «Ni siquiera un abrazo, una palabra cariñosa. Pero ¿qué importancia…? Las cosas de Héctor».
El resabio rezuma y brota por sus huesos, sus fibras y sus tripas.
Revisa el piso: la habitación de matrimonio, tipo suite con toilette incluida, amplia y luminosa; otras dos habitaciones dobles, una con su mesa de estudio e incluido un ordenador con pantalla grande de última generación. Regresa a la habitación de matrimonio, tira de la maneta del armario empotrado y vacío, completamente vacío.
Se desnuda.
Observa la bañera con spa y la ducha rectangular. La luminosidad que inunda el cuarto de baño lo transforma en una especie de solàrium, queda prendada. Acostumbrada a la pobreza solar en la cárcel. Le apetece la bañera, pero un deje de inseguridad le asalta.
Opta por la ducha, en alerta, no desea dormirse y despertar con un punzón pinchando sus riñones.
Agita firme la cabeza, despeja días y días en la cárcel.
Un amplio tocador con enorme espejo.
Observa su desnudez.
Qué placer estar desnuda consigo, contemplándose sola y desnuda. El inmenso espejo frente a los años de cárcel con un pequeño espejo rebuscando la intimidad. Y ahora se recrea.
Sus grandes ojos azabache repasan su largo pelo negro, su recta nariz y sus labios en ese equilibrio de finura y grosura y el gesto serio. Es molesto, distanciará a su hijo. Esa seriedad tan metida. Su mano rastrea en el espejo buscando borrarla y emborrona la imagen, solo eso.
Se enjabona con reiteración. Ansia limpiarse la pátina y el aroma carcelario y emerger como Lucía. Saca la mano y tantea, nada. Corre la mampara y nada. Ni siquiera una toalla. Escurre la piel con la mano. Sale y sus pies mojan el suelo del cuarto de baño, del comedor; la puerta de la terraza, la abre y el sol inunda su desnudez. Otea, hay una tumbona y, en el edificio de enfrente, nadie. Se tumba y percibe el calor acariciante.
El aire de Cerdanyola, de la sierra de Collserola, le aporta un sabor, un aroma de hace años. Muy de ayer. Las nubes dibujan dos jóvenes, como si tal cosa, como si nada hubiese acontecido.
¡Qué gran mentira!
Respira profundamente.
Con la misma ropa se viste, ropa comprada por Amelia y depositada en la cárcel, como si fuese la ropa de entrada, del primer día. La funcionaria transigió al precio convenido.
Le apetece ir de compras. Primero, ropa de vestir; segundo, ropa de cama y toallas; por último, comida y bebida. Con la pandemia a cuestas espera que no le dificulte la tarea..
No hay comentarios