
Libros de la Ballena, 2025. 150 páginas.
En un pueblo de Guatemala se mezcla la devoción por la virgen con la figura de una prostituta que se le parece, el miedo a un matón del pueblo con las historias de la comunidad que vive en un ambiente extraño mezcla de deseo y muerte.
Novela inclasificable y casi perdida que se reedita este año y que merece la pena leer. El autor no quiso publicarla en su momento; al leerla se nota una cierta irregularidad en las diferentes partes que componen el libro, y es posible que esa fuera la razón de su renuencia a darla a la imprenta.
Pero tiene páginas tan potentes, un lenguaje a mitad de camino entre el barroquismo de Lezama Lima, la crudeza de un Bataille y el ambiente alucinado de Rulfo, que su lectura no sacude los cimientos y algunos párrafos se paladean con extremo placer.
Muy bueno.
Y es que desde hacía tiempo se sabía que cuando ella había conocido al primer hombre y que luego cuando había sentido los dolores del parto de un niño que nació muerto, había establecido la diferencia entre las dos sensaciones y se había propuesto solo saborear la primera y ya nunca volver a dar ni a luz ni a muerte y que desde entonces se bañaba solo cada mes, pero durante sus tres días difíciles, que tomaba por agua de tiempo un fresco, primero hervido y después frío, de mirto, hojas de chocón y miel blanca y que cuando supo que si una papera caía al vientre la gente se quedaba inútil, ella se había dejado caer todas las que de vez en cuando le resultaban hasta quedar vacunada contra los espermatozoides.
—Babosa soy si vuelvo a tener otro hijo —decía—. Yo sé que algunos me quieren joder, pero qué.
Pero ahora eso no debería ser así. Ahora estaba no nada más juntada sino casada y con un hombre que había que ver y el como milagro de su embarazo tenía que producirse, decían las mujeres, en tanto que los hombres aseguraban que aunque sobre ella pasaran todos los hombres de la tierra y hasta ese como santote que era su marido, de todas maneras sería inútil.
Y así fue: el milagro de su embarazo no se produjo, pero sí otro, el más imposible, el que nunca la gente se habría imaginado: que él había apagado a la Virgen de Concepción sin dormir con ella.
El que descubrió que él no dormía con su mujer fue un muchacho a quien le habían entrado dudas acerca de cómo serían las noches de él y de ella, pues una tarde,
mientras ellos cenaban en la cocina, había jalado la pita de la puerta de calle y, amparado por las sombras, se había puesto a esperar a que se fueran al cuarto donde dormían y había visto lo que ocurría después de que apagaban la luz poniendo oídos en la puerta y ojos en la cerradura de la llave. Las mujeres lo creyeron pero los hombres no. Así que trataron de comprobarlo, desfilando en series y turnándose horas y horas para observar durante treinta días hasta comprobar que era cierto: que él se dormía como un angelito en su cama y ella como una virgen de madera en la suya, que antes de dormir cada uno rezaba sus oraciones, se envolvía en su respectiva chamarra, se persignaba, daba las buenas noches, que la luz se apagaba y que después solo se oía el silencio o los ronquidos de uno y otra y otras cosas como vientos de estómago.
Recuerdo que entonces los hombres que todavía tenían dudas se convencieron, que alguno que creía que lo que pasaba era que él no era hombre sino menos que hombre también se convenció de que no era ni lo uno ni lo otro sino que tal vez un santo y que todos —jóvenes, hombres, abuelos— se mordieron la lengua por sacrilegos. Recuerdo también que solo entonces muchos maridos dudosos pensaron que habían sido falsas sus apreciaciones y su desconfianza cuando sus mujeres iban a la casa blanca a pedir cualquier favor en dinero, en maíz o en flores.
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