Crononauta, 2018. 150 páginas.
La lingüista Rachel Monteverde viaja al planeta Aanuk para estudiar su lengua y elaborar un informe de su sociedad. También para contactar, si es posible, con el pueblo fihdia, ciegos congénitos que apenas se relacionan con el exterior.
Bien escrito y entretenido no aporta nada, en mi humilde opinión, a la literatura de ciencia ficción que no se haya hecho antes. Las ilustraciones le dan un aire de novela juvenil que es donde realmente encaja.
Se deja leer.
Le diré que los aanukiens eran hermosos: altos, esbeltos, de pelo muy negro y liso, ojos grandes, almendrados, en general negros también, de piel tostada, facciones luminosas. Le diré que eran alegres: les gustaban las fiestas (siempre tenían un pretexto para organizar una), les gustaba la música, el baile, cantar, al ritmo de sus hachols, una especie de violi-nes, y sus tambores o alussas. Los pastores nómadas solían ser los mejores músicos.
Recuerdo muy bien cómo los habitantes de Laari decidieron celebrar una fiesta en mi honor, cuando la nave que me había traído se fue y yo me instalé en el pueblo. Fue una noche, al aire libre. Tendríamos, me anticipó Ridra, buena comida, buen vino (los aanukiens cultivan viñedos en la llanura y, como el clima es tan cálido, consiguen un vino dulcísimo, exquisito, aunque eso sí, de fuerte graduación alcohólica) y, por supuesto, música y canciones.
Poco antes de dirigirnos hacia el centro del pueblo, donde la fiesta iba a empezar, Ridra me hizo una advertencia: ella estaría a mi lado en todo
momento para servirme de intérprete. Yo podía hablar de lo que me apeteciese, pero era mejor que evitase un asunto: los fihdia. A los aanukiens no les gusta en absoluto referirse a ellos. Es incluso una especie de tabú. Le pregunté la causa y me dijo que ese rechazo venía de muy lejos, por lo que ni siquiera se preocupaban por su causa. No obstante, ella creía poder dar una explicación: los aanukiens no querían hablar sobre los fihdia y evitaban el contacto con ellos porque estos les producían un sentimiento de miedo, de aprensión. Viviendo en un mundo tan bello para los ojos como lo es Aanuk, ¿cómo no sentir un escalofrío ante esos seres a los que la naturaleza ha negado la posibilidad de ver y que viven escondidos en cuevas?
-Lo que sentimos -me dijo Ridra- es el horror ante lo que no desearíamos ser nunca.
Terminamos de vestirnos y arreglarnos para el encuentro. Ella estaba muy guapa, lo recuerdo bien. Era muy alta y vestía de negro: una túnica de tela ligera, larga hasta las rodillas, pantalones y sandalias. Y llevaba muchas joyas: anillos y sortijas, pulseras de colores, pendientes en los que colgaba una piedra negra, ónix, y una cadena alrededor del cabello y de la frente, en cuyo centro brillaba el ónix también.
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