Penguin Random House, 2018. 192 páginas.
Ensayo en contra de la maternidad, y no porque la autora quiera poner una pistola en el pecho a todas aquellas que quieran ser madre, sino librarse de esa obligación permanente, cansina y asfixiante que señala como incompletas a las mujeres sin hijos.
Porque, por decirlo pronto y mal, si eres mujer y quieres tener éxito en la vida (en tu carrera profesional o artística) no puedes tener hijos. Porque por mucho que los tiempos hayan cambiado no han cambiado tanto y los cuidados te los vas a comer tú. Si eres superwoman es posible que logres compatibilizar todo, pero si no lo eres te vas a sentir culpable por no serlo, porque parece que te lo exigen.
Además, ahora los hijos se han convertido en unos pequeños tiranos a los que hay que cuidar como no se hacía antes. Totalmente cierto, antes nos dejaban más o menos como lechugas y ahora tenemos que estar llevando y trayendo a los hijos de extraescolares, ayudándoles con los deberes y otras cosas más. Pondré un ejemplo: en los colegios consideran divertido que la semana de carnaval los niños vayan cada día haciendo algo divertido (en pijama, con el pelo loco, disfraz) y yo cada vez que llega carnaval me acuerdo de su santa madre.
¿Eres mujer? Lee este libro. Tanto para tener la posibilidad de replantearte una opción que puede estar escogiendo por presión social como para reafirmarte en tu postura si has decidido no tener hijos.
Bueno.
Que me disculpe la multitud de mujeres-madre (y el creciente aunque todavía insuficiente número de padres comprometidos) por poner en cuestión su imperiosa necesidad de hijos. Dirán que nadie me ha dado permiso para referirme, tan enfática, tan drástica, tan severa yo, a un asunto del que desistí temprano y de cuya renuncia nunca me he arrepentido. Dirán, para refutar mis dichos, que no haber sentido ese clamor no me da derecho a llamarles la atención. Dirán que no sé de qué hablo, que exagero mi truco retórico, que distorsiono la realidad. Que engendrar es, en la vasta mayoría de los casos, un acto voluntario originado en el amor, el gesto gratuito y generoso de traer al mundo un ser vivo y auspiciar su existencia. Que hay en la crianza el sentimiento de lo gregario, el placer de compartir la vida con otros, de imaginar la vejez acompañada. Y dirán que la maternidad no es una obligación estipulada en el contrato matrimonial: ninguna mujer está forzada a concebir, agregarán, porque existen, es cierto, múltiples maneras de evitar la gestación o de cancelarla a medio camino. (A un cuarto del camino, y no es tan sencillo).
Yo no creo desafinar ni una nota cuando digo que la melodía del gramófono social se ha intensificado. Su aguja no pasa nunca por una educación sexual que entregue opciones o una planificación social que acepte la abstención reproductiva; la aguja del disco más bien repite la línea que llama a aceptar todos los retoños que asomen entre las piernas de sus madres. Rasca, la aguja —aprovecho de exprimir la metáfora—, en la manida manipulación de verdades anticonceptivas: la exaltación del equívoco conteo de los días fértiles, el énfasis en los contados fallos del condón, la animada defensa del embrión como ser humano (¡ya pensante!, dicen algunos, ¡premunido de alma!, alegan otros) al que una mujer asesina a base de fármacos; la criminalización del aborto total o parcial al que se añade su alto riesgo en la ilegalidad y su alto costo en marcos legítimos[9]. Completemos el cuadro materno-musical con un hecho más común y por ello menos evidente: la implacable repetición de exhortaciones al embarazo pendiente al hilo de la celebración de maternidades cumplidas, destinadas, ambas, a avivar en las mujeres-no-madres, o no-madres-todavía, una enorme ansiedad.
Para agravar la situación, lo que no se esperaban las mujeres que aceptaron el rechinante reclamo de lo materno era encontrarse, sin preverlo, con un aumento en los requisitos de la buena-madre. A ella ahora se le recomienda el retorno al parto sin anestesia, al alargue de la lactancia, al pañal de tela, al perpetuo acarreo de los niños a sus numerosas citas médicas, pedagógicas y sociales (porque a nada pueden ir por cuenta propia); y se le suma el nuevo tiempo de calidad que reduce su independencia.
No debería abundar en estos refunfuños aquí —ya lo haré, en extenso, más adelante—, simplemente señalo que todo este exceso de obligaciones no lo experimentaron nuestras madres (y menos nuestros padres, que no movían un dedo). No lo vivieron ni las madres-dueñas-de-casa ni las madres-profesionales, aun cuando estas sí experimentaran un culposo desasosiego. A todas les tocaba pesado y les tocaban recriminaciones, pero supieron soslayar algunas y confiaron en el futuro esperando que sus hijos fueran más colaboradores que sus padres, y que sus hijas ya no tuvieran que esforzarse tanto. Aun cuando algunas lo lograron, y nos dejaron compañeros y compañeras más entusiastas en los rigores de la casa, estos, los trabajos, no han hecho sino aumentar y multiplicarse a medida que desciende el número de hijos. Y así las mujeres-madre tienen más derechos pero también más deberes, y más presencia pública mientras en el ámbito privado se les exige también más que nunca.
Una nueva coartada se ha lanzado contra las mujeres para atraerlas de vuelta a sus casas.
El instrumento de este contragolpe tiene un viejo apelativo:
¡Hijos!
4 comentarios
Hola Juan Pablo. Leeré el ensayo. Es un tema que me interesa. Un saludo.
A mí también me interesa, no es un tratado sesudo pero está muy bien.
En estos temas siempre me acuerdo de:
https://www.youtube.com/watch?v=FL80EW1mjNc
Saludos estudiosos
Siempre he pensado en como sería la foto de esa representación de teatro 😀
Y me toca las narices como en los colegios juegan con el tiempo de los padres, como si tuviéramos que estar disponibles para hacer disfraces o preparar cualquier mierda que se les ocurra.