Páginas de espuma, 2023. 126 páginas.
Incluye los siguientes relatos:
Platos sucios
Tan preciosa su piel
La huesera
Función triple
Doble de cuerpo .
Reptil
Hojas de afeitar
Varillazos
Lo profundo
Hambre perra
Dientes de leche
Sangre de narices
Ay
Donde se mezclan lo escabroso y lo sexual, lo turbio y la oscuridad, con tramas que desasosiegan desde el principio hasta esos finales que acaban de darnos el tiro de gracia. Entre mis preferidos La huesera con esos hermanos que van a celebrar el aniversario de sus padres, Hojas de afeitar con ese colegio donde un grupo de niñas tienen un lazo de amistad basado en el completo afeitado de sus cuerpos o Ay cuyo título es la expresión de un dolor que impregna el relato y nos acaba invadiendo a los lectores.
Muy bueno.
Nuestros cuerpos iban hinchándose de a poco, llenándose de bultos sorprendentes. Nos crecieron las tetas, se levantaron nuestros pezones con pelos alrededor que también eliminábamos con esmero. El pubis se nos había vuelto una madeja oscura que derramaba sangre, sin aviso pero sincronizadamente; esa sangre tenía un resabio metálico como el murmullo de nuestras voces, como ese laberinto que íbamos penetrando. Con entusiasmo solíamos empezar la tarea por el pelillo que se asomaba sobre los dedos de los pies; \agillette subía por los empeines desnudos vuelto un acerado calcetín, deslizándose por los muslos como una media, abriendo un surco de piel pálida en el espumoso jabón del baño; la filosa caricia se arrastraba por la ingle y después descendía fría desde el ombligo hacia abajo, y nos entraba una risa nerviosa que nos hacía temblar espiando el beso que imprimía en nuestros cuerpos la hoja de afeitar.
Una de nosotras resguardaba la puerta del baño, esa puerta negra al final de un largo corredor tras la espinosa rosaleda. Nuestra guardiana nos cubría cantando en voz alta el himno a la reina de Inglaterra, lo repetía cadenciosa hasta que veía a la inspectora en el fondo del pasillo, y entonces entonaba la canción nacional, para advertirnos, para distraer a la delgada inspectora que hinchaba el pecho al escuchar esa arenga patriótica y deformaba hacia delante los labios haciendo más visible la oscura línea de vello que alguna vez, soñábamos, afeitaríamos a la fuerza. Nuestra cómplice decía, ¡buenos días señorita! Alertadas, ahí dentro, nosotras ocultábamos las hojas de afeitar escuchando ¡buenos días hija!, en la voz de la sargenta, pero no se interrumpa, siga cantando, le recomendaba, y permanecía ahí un momento más, con los ojos cerrados, disfrutando. La inspectora partía como un sereno dormido en su ronda; el peligro siempre pasaba de largo y nosotras nos bajábamos del retrete, recuperábamos las hojas escondidas y entibiadas dentro de los calzones, nos levantábamos el jumper y continuábamos rapándonos, las unas a las otras. Detrás, los muros de azulejos blancos.
Tampoco las demás compañeras sospechaban, o quizá sí, pero disimulando. Nunca ninguna se nos acercó; ninguna osó aventurarse por nuestro baño. Era como si percibieran que ese territorio estaba marcado, cercado; como si de nuestras miradas emanara una sucia advertencia. Las dejábamos admirar de reojo nuestra evidente superioridad física, nuestras rodillas lustrosas y los calcetines a media pierna; observaban de lejos el modo obsesivo en que nosotras, en la esquina del patio de cemento, pelábamos membrillos. Porque eso hacíamos cuando no estábamos en el baño, pelar y pelar membrillos con nuestras pequeñas navajas de acero. Ejercitábamos nuestra habilidad manual despellejando esa fruta ácida, competíamos por lograr la monda más larga sin que se partiera, pero el grueso y opaco rizo que íbamos sacándole siempre se rompía. Nos consolábamos de ese fracaso lamiendo la pulpa que nos dejaba la lengua áspera y reíamos a carcajadas.
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