Lo que empieza con el secuestro de un perro para pedir un rescate se complica demasiado… el dueño del perro es un mafioso que está metido en asuntos de corrupción inmobiliaria, el político con el que colaboraba está siendo investigado y un gran número de gente va detrás del dinero que debe tener oculto en alguna parte.
Conocí al autor en una fiesta de la editorial Alrevés. Tanto él como muchos de los escritores con los que hablé allí son lo más alejado del escritor con un ego por las nubes. Afirmó que su libro era sólo entretenimiento, sin darse importancia.
Lo cierto es que lo es: es un libro muy entretenido, que va de frente y en mi opinión, muy de agradecer. Lo he dicho muchas veces y lo repito: mejor algo sin pretensiones que consigue su objetivo que libros pretendidamente profundos pero realmente vacuos. Yo he disfrutado mucho de la lectura y he pasado un buen rato, que es mucho más de lo que conseguí con el libro que me leí después y que tiene más fama.
Muy disfrutable.
Ella se agachó para abrir el candado que cerraba la persiana metálica y los pantalones se le escurrieron por las piernas, dejando delante de los ojos de Manolo Ruiz unas nalgas indecentemente gordas, blancas, con granos y que un minitanga de los que llaman de hilo dental, que hacía mucho tiempo que había dejado de ser blanco para convertirse en un extraño color grisáceo, no tapaban. El Gitano se puso colorado e intentó apartar la vista sin conseguirlo. Abigail Fernández, sin inmutarse, se levantó y arrastró, con ambas manos, el pantalón hasta su posición original. Abigail era de estatura pequeña y de constitución rolliza, el pelo lo llevaba corto y su cara era redonda de labios delgados y ojos pequeños de color marrón, muy oscuros, casi negros. Para Manolo Ruiz era la octava maravilla. Y aquel primer día sudó lo indecible para no rendirse al deseo de abrazarla.
Durante los días que siguieron, el Gitano gastó varias tarjetas de prepago de su teléfono móvil en convencerla para que saliera con él un sábado, a lo que, finalmente, Abigail accedió. En realidad, lo había querido hacer desde el primer día, pero pensó que hacerse de rogar era la premisa indispensable para cualquier relación.
Manolo Ruiz la llevó a una discoteca de Cerdanyola del Valles que olía a porros de «chocolate» mangui y, a última hora, ya de la madrugada, ponían discos de rumba flamenca de los mejores: Los Chunguitos,
Rumba Tres, Los Chavis… aunque, últimamente, solían poner las canciones de los Estopa, unos vendidos que habían perdido la pureza del rumbero. A Manolo Ruiz, el Gitano no le gustaban nada los dos hermanos que componían el grupo Estopa porque los consideraba unos traidores a la rumba auténtica. La conversación de Abigail Fernández era más bien escasa y la mitad de las veces se limitaba a mirar, con ojos maliciosos e incrédulos, la cara de Manolo Ruiz cuando este decía alguna tontería. Cuando se fueron de la disco, cerca de las seis de la mañana, el Gitano, sentado en el asiento de su coche, le metió la lengua en la boca y la mano en la entrepierna. Ella se dejó hacer, incluso facilitó la maniobra de Manolo elevando la pelvis y abriendo las piernas para que este le acariciara el sexo. El Gitano, minutos después, no daba crédito a lo que le estaba pasando y se sentía el tío más afortunado del mundo, viendo cómo le abrían la cremallera del tejano y la boca de Abigail se ajustaba a su falo, mientras la claridad del día que despuntaba los dejaba como espectáculo para todos los que salían de la discoteca. Abigail, cuando se cansó de esa postura, se levantó la falda, se apartó ligeramente la braga y lo atornilló sentándose de rodillas encima de él apoyando ambas manos en el techo del coche, clavándose el volante en la espalda y desplazando, peligrosamente, con su pierna izquierda la palanca del cambio al límite de su recorrido.
Después, todo fue fácil para Manolo Ruiz excepto por la insistencia diaria y machacona de Abigail en lo del «Gitano».
—Pero… entonces, ¿tú no eres gitano?
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