En la vida hubiera leído un libro sobre malambo si no lo hubiera escrito mi admirada Leila Guerriero. Y me hubiera perdido además de una historia fascinante y para nada sencilla el disfrute de ver este baile y conocer la vida de unas personas que sacrifican todo por un sueño.
En la localidad de Laborde se celebra el campeonato de malambo más famoso en el círculo de los entendidos y el más desconocido para el público general. Además de presentarse los mejores bailarines de Argentina el ganador ya no puede presentarse de nuevo, así que llegar a la cúspide es también cerrar una etapa.
Los participantes suelen venir de familias humildes y dedican lo poco que tienen y todo su tiempo a perseguir este sueño, porque si quedan ganadores su vida puede pegar un vuelco: mejores puestos de trabajo y mejores salarios.
La autora centra su historia en uno de los bailarines, que queda subcampeón en la edición que cubrió ella como periodista y lo sigue hasta el año siguiente donde intentará lograr el campeonato. La tensión del relato es altísima porque si gana será una historia de triunfo pero si fracasa será una tragedia. No les cuento el final, que logró emocionarme y que me recordó que no tengo que leer ningún libro de Leila en publico, que soy de lágrima fácil.
Muy bueno.
Impulsado por una asociación llamada Amigos del Arte, el Festival Nacional de Malambo de Laborde se llevó a cabo por primera vez en el año 1966 en las instalaciones de un club local. En 1973 la comisión organizadora —vecinos entre los que, hasta hoy, se cuentan manicuras y fonoaudiólogas, maestros y empresarios, panaderos y amas de casa— compró el predio de mil metros cuadrados de la antigua Asociación Española y construyó allí un escenario. Ese año recibieron a dos mil personas. Ahora acuden más de seis mil y los rubros en competencia, aunque con preponderancia del malambo, incluyen algunos de canto, música y otras danzas tradicionales, en categorías como solista de canto, conjunto instrumental, pareja de danzas o cuadro costumbrista regional. Fuera de competencia, en horario central, se presentan músicos y conjuntos folklóricos de mucho prestigio (como el Chango Spasiuk, Peteco Carabajal o La Callejera). Cada año, las delegaciones de bailarines llegan desde todo el país y del extranjero —Bolivia, Chile y Paraguay— y suman dos mil personas a la población estable de Laborde, donde algunos de los habitantes abandonan temporalmente sus casas para ofrecerlas en alquiler y las escuelas municipales se transforman en albergues para la multitud que rebosa. La participación en el festival no es espontánea: meses antes se realiza, en todo el país, una selección previa, de modo que, a Laborde, sólo llega lo mejor de cada casa de la mano de un delegado provincial.
La comisión organizadora se auto financia y se niega a entrar en la dinámica de los grandes festivales folklóricos nacionales (Cosquín, Jesús María), tsunamis de la tradición televisados para todo el país, porque cree que, para lograrlo, debería transformar el festival en algo simplemente vistoso. Y ni la duración de las jornadas —desde las siete de la tarde hasta las seis de la mañana— ni lo que en ellas se ve es apto para ojos que buscan digestión fácil: no hay, en Laborde, gauchos zapateando sobre velas ni trajes con brillantina ni zapatos con strass. Si el de Laborde se llama a sí mismo «el más argentino de los festivales» es porque allí se consume tradición pura y dura. El reglamento expulsa cualquier vanguardia y lo que espera ver el jurado —que forman campeones de años anteriores y especialistas en danzas tradicionales— es folklore sin remix: vestidos y zapatos que respeten el aire de modestia o de lujo que los gauchos y las paisanas (como se llama a las mujeres de campo) usaban en su época; instrumentos acústicos; pasos de baile que se correspondan con la zona a la que representan. Sobre el escenario no deben verse ni piercings, ni anillos, ni relojes, ni tatuajes, ni escotes exagerados. «Las botas duras o fuertes deberán ser con media suela y freno, como máximo, sin puntera metálica, y de colores tradicionales. La bota de potro deberá ser de formato auténtico, lo cual no implica la obligación de que sea del material con que se confeccionaban antiguamente (cuero de potro, cuero de tigre). No se permitirá el uso de puñales, boleadoras, lanzas, espuelas, ni otro tipo de elemento ajeno al baile (…) El acompañamiento musical debe ser tradicional y respetarse en todas sus formas; constará de hasta dos instrumentos de los cuales uno de ellos será obligatoriamente una guitarra (…) La presentación (…) no deberá transformarse en efectista», establecen algunos artículos del reglamento. Ese espíritu refractario a las concesiones y apegado a la tradición es, probablemente, el que lo ha transformado en el festival más secreto de la Argentina.
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