Seix Barral, 2016. 444 páginas.
Tit. or. La septième fonction du langage. Trad. Adolfo García Ortega.
Roland Barthes es atropellado en misteriosas circunstancias. El detective encargado del caso deberá buscar un documento desaparecido que parece tener mucho valor. Esta es la excusa para poner en marcha un libro en el que aparecen retratados -con mucha retranca- todos los popes de la lingüística.
El libro tiene muchos méritos. Enlazar una serie de hechos reales dentro de un marco ficticio: el atropello de Barthes, el atentado de la estación de Bolonia… Parodiar a la inteligencia del momento y a la vez, dentro del libro, criticar y poner en su sitio a la parodia. Utilizar un montón de referentes sin ser pesado y sin que haga falta pillarlos todos (a mí, desde luego, se me han escapado muchos). Construir una novela negra que te atrapa como cualquier otra.
Pero su principal mérito es la inteligencia del autor que sabe hasta donde tiene que llegar en cada caso. ¡Que bien construído está todo! Incluyendo esos duelos filosófico-retóricos, el papel de cada uno de los actores, el contraste entre los dos protagonistas y un final que me daban ganas de aplaudir.
Muy recomendable.
sirve de escritorio, una cama metálica, una cocina en un rincón con té japonés encima del frigo, libros por todas partes, tazas de café junto a ceniceros medio llenos; es más viejo, más sucio y más desordenado, pero hay un piano, un plato de tocadiscos, discos de música clásica (Schumann, Schubert) y cajas de zapatos con fichas, llaves, guantes, tarjetas, recortes de prensa…
Una trampilla permite comunicarse con el apartamento del quinto sin pasar por el rellano.
Sobre la pared, Simón Herzog reconoce las extrañas fotos de La cámara lúcida, el último libro de Barthes que acaba de salir, y, entre ellas, la foto amarillenta de una niña en un invernadero, su adorada madre.
Bayard le pide a Simón Herzog que eche un vistazo a las fichas y a la biblioteca. Simón Herzog, como hacen todos los literatos del mundo cuando llegan a casa de alguien, incluso aunque no hayan ido expresamente para eso, examina con curiosidad los libros de la biblioteca: Proust, Pascal, Sade, una vez más Chateaubriand, pocos contemporáneos, aparte de algunas obras de Sollers, Kristeva y Robbe-Grillet, diccionarios, libros críticos, Todorov, Ge-nette, obras de lingüística, Saussure, Austin, Searle… Sobre el escritorio, una hoja metida en el rodillo de la máquina de escribir. Simón Herzog lee el título: «Fracasamos siempre al hablar de lo que amamos». Ojea el texto rápidamente, es sobre Stendhal. A Simón le emociona imaginar a Barthes sentado en ese escritorio, pensando en Stendhal, en el amor, en Italia, sin sospechar siquiera que cada hora pasada mecanografiando ese artículo lo acercaba al momento en que iba a ser atropellado por la camioneta de una lavandería.A Simón Herzog le da la impresión de ser un reloj parado hallado en la muñeca de la víctima: indica en qué estaba ocupada su mente cuando Barthes fue atropellado por h camioneta. Estaba a punto de releer, precisamente, el capítulo sobre las funciones del lenguaje. A modo de marcapáginas, Barthes utilizó un folio doblado en cuatro. Simón Herzog despliega el folio, en el que hay tomadas unas notas con una escritura apretada que no intenta descifrar vuelve a doblarlo sin leerlo y lo coloca de nuevo en su sitio escrupulosamente para que Barthes lo encuentre en su página cuando regrese a casa.
En el borde del escritorio, algo de correo abierto, mucho correo cerrado, más hojas garabateadas con la misma letra apretada, algunos números de Le Nouvel Observateur, artículos de periódico y fotos recortadas de algunas revistas. Hay cigarrillos apilados como estéreos de madera. Simón Herzog siente que le invade la tristeza. Mientras Ba-yard revuelve debajo del camastro metálico, él se inclina para mirar por la ventana. Ve en la calle un DS negro parado en doble fila y sonríe por lo simbólico del momento: el DS era el emblema de las Mitologías de Barthes, y el más célebre de ellos, por ser el elegido para figurar en la cubierta de su famosa recopilación de artículos. Oye cómo asciende el eco de los golpes del cincel que el empleado de Vinci da sobre la piedra para abrir el hueco que ha de acoger el teclado del digicode. El cielo se ha vuelto blanco. Por el horizonte, más allá de los edificios, se adivinan los árboles del Luxemburgo.
Bayard lo saca de su ensoñación depositando sobre el escritorio una pila de revistas que ha encontrado debajo de la cama, y no son números atrasados del Nouvel Obs.
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