Alfaguara 2005, 2006. 518 páginas.
Trad: F.C., Pedro Camacho y Luis Molins.
Nada conocía del autor antes de enfrentarme a la lectura de este texto, pero luego he seguido las vicisitudes de su vida (Knut Hamsun). Incluyendo una reunión con Hitler -era admirador de los nazis- que acabó como el rosario de la aurora.
Son tres novelas que tienen como protagonista a un vagabundo -aunque no tanto en el sentido moderno- es alguien que ha dejado atrás su vida burguesa y se dedica a vivir a salto de mata, con los trabajos que le van saliendo y sin más objetivo en la vida que ver el día siguiente. Por el camino se retrata con una prosa excelente y una mirada certera la sociedad de su tiempo.
El autor escribe muy, muy bien. No es prosa del XIX, es prosa intemporal, fresca como los arroyos del deshielo de los grandes montes, y tan poética como sus paisajes. La única razón para que no sea un autor más famoso imagino que se debe a sus filiaciones políticas.
Un libro extremadamente recomendable. Otra reseña: Un vagabundo toca con sordina
Cuando el sol se ponga, tal vez el somormujo entone sus melancólicos hurras desde un apartado lago de la montaña. Es el final. Ya no queda más que el grillo. No tiene ningún interés: se oculta a la vista y no sirve para nada Diríase que hace rechinar la resina.
Pensando en todo esto, saco en consecuencia que el verano tiene tantos encantos para el vagabundo que no hay razón para esperar el otoño.
Pero se me ocurre pensar que me refiero a estas cosas apacibles con palabras serenas…, como si nunca tuviera que llegar a sucesos violentos y peligrosos. Es una habilidad que me enseñó un hombre en el hemisferio austral: Rough, el mexicano.
Alrededor de su inmenso sombrero refulgían diminutas lentejuelas de cobre. Nunca lo olvidaré. Pero lo que mejor recuerdo es la calma con que contó su primer asesinato. «Yo tenía una buena amiga, llamada María —contaba Rough con aire resignado—, y hay que decir, para que se comprenda mejor lo sucedido, que ella no había cumplido aún los dieciséis años ni yo los diecinueve. Sus manitas eran tan pequeñas que cuando me tendía la diestra para saludarme o agradecerme algo temía que se quedara deshecha entre mis dedos. Así era ella. El amo la recogió una noche en el campo y la llevó a su casa para que le hiciera un zurcido. No había manera de impedírselo. Por otra parte, apenas pasaba día sin que él la fuera a buscar al campo para que cosiera en su casa. Así pasaron varias semanas; luego todo se acabó. Siete meses después María murió y la enterraron, y sus manitas chiquitínas también fueron enterradas. Fui a encontrar a su hermano Inez, y le dije: «Mañana por la mañana, a las seis, el amo parte para la ciudad, a caballo, y va solo». «Lo sé —me contestó—; podrías prestarme el rifle para matarle mañana». «Lo utilizaré yo», contesté. La conversación giró en torno a otras cosas: a la cosecha y un gran pozo que acabábamos de abrir. Al salir, descolgué el rifle y me lo llevé. Apenas había llegado al bosque, Inez, que venía siguiéndome, me gritó que le esperase. Tras un rato de porfía, Inez me quitó el rifle y volvió a su casa. Al día siguiente, por la mañana temprano, yo estaba en la barrera para abrir al amo. Inez también estaba allí, oculto entre la maleza. Entonces le dije: «Empieza por largarte de aquí; no vayamos dos contra uno». «Lleva pistolas al cinto. Y tú, ¿qué llevas?», preguntó Inez. «¡Oh, nada! —contesté—. Una plomada, que no hace ruido». Inez contempló la plomada, reflexionó un instante y, moviendo la cabeza, regresó a su casa. Entonces llegó el amo a caballo. Era canoso y estaba muy envejecido: sesenta años, por lo menos. «¡Abre la barrera!», ordenó. Pero yo no abrí la barrera. Quizá creyó que me había vuelto loco de repente. Me descargó un latigazo. Fingí no darme por enterado y le obligué a echar pie a tierra y a que abriese él mismo la barrera. Entonces le di el primer golpe, que le alcanzó cerca del ojo y le abrió una brecha. «¡Oh!», exclamó, y se desplomó boca arriba. Le descargué otros golpes, hasta que lo maté. Llevaba mucho dinero encima; tomé una pequeña parte para las necesidades personales de mi viaje, monté a caballo y partí. Inez estaba en pie junto a la puerta de su casa cuando llegué. «En tres días y medio estarás en la frontera», me dijo».
Así me contó Rough aquel suceso, y mientras lo contaba miraba a los ojos con toda tranquilidad. No son asesinatos lo que me propongo relatar, sino alegrías, y penas, y amor. Y el amor es tan violento y peligroso como la pasión homicida. Esta mañana, al vestirme, pensaba: «Ya verdean todos los bosques. La nieve se funde en las montañas; los rebaños encerrados en los establos quieren salir, y en las casas de los hombres las ventanas se abren de par en par». Me entreabro la camisa y dejo que el viento acaricie mi piel, y siento que el influjo de las estrellas y una turbulencia desenfrenada se adueñan de mi alma. Es un momento como otros que he vivido hace muchos años, cuando era joven y más fogoso que hoy. Acaso exista en el este o en el oeste, he pensado hoy, un bosque en que un viejo pueda sentirse tan feliz como un joven. Hacia allí voy.
Alternan lluvia, sol y viento; he caminado ya durante muchos días; hace aún demasiado frío para acostarse al aire libre durante la noche; pero encuentro fácilmente refugio en las granjas.
¡Ah, nuestra feria de Navidad! Pero por la noche hay diversiones magníficas para todos. Se baila en dos salas. Los músicos tocan el violín de Hardanger, y «es incomparable, ni más ni menos». El violín tiene cuerdas de acero. Los sonidos no se desarrollan en frases; es una música puntiaguda, actúa de modo diferente sobre distintas personas. Algunos lo saborean con delicia (delicia nacional), a otros les hace rechinar los dientes y aullar de tristeza. Una música de agudos jamás produjo mayor efecto.
El baile continúa. Durante una pausa, el maestro de escuela canta la siguiente poesía:
Tú, pobre vieja madre, trabajas mucho, y tu sudor es como sangre…
Pero algunos mozos ansiosos no quieren más que baile. ¡Qué les importa a ellos! Están allí para ceñir por el talle a las muchachas bonitas, y el rapsoda no les importa. El maestro se detiene. «¡Cómo! ¿Ni siquiera a Vinje se respeta aquí?» Hay tumultos. Se discute en pro y en contra. Gritos. Escándalo. Un canto lleno de poesía jamás produjo mayor efecto.
El baile continúa. Las muchachas del valle van fardadas con cinco faldas de flores, pero tanta ropa no estorba sus movimientos, porque tienen la costumbre de llevarla. Y el baile continúa. Es algo tempestuoso, el aguardiente activa el movimiento; un vapor sube de aquella marmita de hechiceras, de brujas. A las tres de la mañana llega la policía y da un golpe en el suelo con el bastón. Es la señal. Los bailarines salen al claro de luna y se dispersan por la ciudad y los alrededores, y nueve meses después las muchachas del valle dan la prueba de que les faltaba otra falda de flores para ser herméticas. Unas faldas de flores permeables jamás produjeron mayor efecto.
El río está silencioso. El río no existe, al parecer. El invierno cayó sobre él. Sigue moviendo las fábricas de pasta de papel, las serrerías y los molinos instalados en las orillas, porque es y sigue siendo un gran río, pero sin vida. Se ha cerrado bajo una tapia. ¿Y el salto de agua? Deja mucho que desear. Antes hundía mi mirada en él, lo escuchaba y pensaba: «Este bramido, ¡qué influencia acabaría por ejercer sobre mi cerebro, si tuviera que oírlo siempre!». Está convertido en una pobre cascada que murmulla débilmente. Da vergüenza llamar a esto un bramido. Ya no es un salto de agua. Es una cascada en ruinas. Se ha hundido en la miseria. Grandes piedras surgen por todas partes en su lecho, y algunos troncos de árboles se han atravesado. Podría pasarse sin mojarse los pies saltando entre los troncos y las piedras.
En un balneario pueden observarse muchas cosas durante el curso del día, si no se va a ciegas. Y también se puede observar mucho durante la noche. ¿Qué será ese ruido en el establo de las cabras? ¿Por qué no dormirán los animales? La puerta está cerrada, ningún perro extraño ha entrado. ¿No ha entrado ningún perro extraño? «Los vicios se mueven en círculo, lo mismo que las virtudes —empiezo a pensar—; nada es nuevo, todo vuelve y se repite. Los romanos reinaron en el mundo, sí. ¡Oh! Eran romanos tan poderosos e invencibles que se permitieron uno o dos vicios; se podían permitir muchas cosas; se procuraban placeres con adolescentes y con animales. Entonces, un día, comenzó a descender sobre ellos la recompensa; los hijos de sus hijos perdieron una batalla aquí y otra allá, y los hijos de éstos ya sólo miraban atrás. El círculo estaba cerrado, nadie reinaba en el mundo tampoco, como los romanos». No se asustaron de mí los dos ingleses del establo: yo no era sino un nativo, un noruego ante los poderosos viajeros; yo no tenía más que callar. En cambio, ellos pertenecían a la nación de trotadores del mundo, de conductores de carros y de vicios que el sano destino de Alemania matará algún día…
No hay comentarios