Planeta, 2015. 350 páginas.
Tit. Or. Get in trouble. Trad. Maia Figueroa Evans.
Incluye los siguientes relatos:
Los del verano
A mí no me engañas
Identidad secreta
La moraleja
El Valle de las Chicas
Orígenes
El nuevo novio
Dos casas
Luz
No me ha gustado tanto como Magia para lectores, pero el particular universo narrativo de kelly Link bien merece la pena. una escritora diferente, con mundos donde la magia o los superhéroes son reales y cotidianos. lo importante no es el mundo de fantasía, sino el día a día de los protagonistas que tienen nuestras mismas preocupaciones corrientes.
Recomendable.
Y se concentró de nuevo en el libro. Las páginas estaban grasientas, reblandecidas; había alguna rasgada. Lo tenía abierto por una página donde había una ilustración de acuarela de un niño y una niña delante de un dragón del tamaño de una furgoneta Volkswagen. Tenía un bolígrafo en la mano, les había dibujado bocadillos y estaba escribiendo palabras. Los niños decían…
Cerró el libro de golpe. Era de una biblioteca. —Disculpe —dijo ella—. Soy bibliotecaria en una biblioteca para niños. ¿Podría preguntarle por qué está estropeando ese libro?
—¿Qué sé yo? Usted sabrá si puede. A lo mejor sí o a lo mejor no, pero ¿para qué me lo pregunta?
El hombre le dio la espalda y volvió a encorvarse sobre la ilustración.
Ésa fue la gota que colmó el vaso. Había sido niña y era socia de una biblioteca. Abrió el bolso y del kit de costura de tamaño viaje sacó una aguja que se guardó en la palma de la mano. Cuando se acabó el ron con ron con cola —una bebida que había inventado cuando tenía veinte años y que aún le gustaba mucho—, le dio al hombre un buen pinchazo en la nalga izquierda. Fue muy rápida. En un abrir y cerrar de ojos volvía a tener la mano en el regazo y ya estaba haciéndole señales al camarero para que le sirviera otra copa cuando el hombre dio un alarido y se puso recto como un palo. Todos los presentes lo miraban. Se bajó del taburete y se fue a toda prisa después de lanzarle una mirada de odio.
En la aguja había una gota de sangre que limpió con una servilleta.
En una mesa cercana, tres mujeres hablaban sobre un nuevo universo de bolsillo. Sobre una nueva dieta. Sobre el bebé de una compañera de trabajo: una niña que ha
nacido sin sombra. Según decía una de ellas —alguien la llamó Caroline—, era una faena pero, gracias a Dios, no tanto como podría haber sido. La conversación derivó hacia una larga y lubricada discusión sobre sombras sin receta médica, sombras protésicas que se adquirían en casi todas las farmacias; no eran caras y sí razonablemente duraderas. Todas estaban de acuerdo en que era casi imposible distinguir entre una sombra hecha en casa o comprada en un comercio y una real. Caroline y sus amigas se pusieron entonces a hablar de los bebés que nacen con dos. Esos niños no eran felices; no se llevaban bien con otros crios. Y se podía separar un par de sombras con unas tijeras de manualidades, pero esa solución no era duradera: al cabo del día la segunda siempre había vuelto a crecer y se había hecho el doble de larga. Pero si no la recortabas, llegaba un momento en que tenías mellizos, uno un poco más real que el otro.
Lindsey había crecido en una casa con las paredes exteriores de estuco, en un adefesio de urbanización del condado de Dade. A un lado había varios naranjales y delante de su casa, una nada pisoteada y machacada. Un descampado salvaje cuya vegetación creció y acabó sobrepasando los límites de la urbanización. Banianos cargados de epífitos puntiagudos que bebían aire; arañas del banano; túneles hechos de arrecifes de coral apenas cubiertos por una arena fina y negra en la que Lindsey y su hermano se metían y de donde emergían rasguñados, ensangrentados y triunfales. Allanadas depresiones grandes como campos de fútbol, allanadas con bulldozers que cuando llovía se llenaban de agua y producían miles de sapitos de color ocre del tamaño de una uña. Lindsey los metía en botes de cristal. Cazaba tarántulas, lagartijas, saltamontes amarillos y rosa —sólidos como cochecitos
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