Breve historia en tono poético de un preadolescente, el verano, y el amor que arrasa sin miramientos.
Pensaba que era un libro actual pero es del año 1952 y sigue manteniendo la misma fuerza en el lenguaje, en la situación intimista, que nos resulta hoy en día igual de fresca y evocadora. En goodreads se repite mucho la palabra bonito y eso puedo hacernos huir por miedo a encontrarnos con algo ñoño y pasado de moda, y nada más lejos de la realidad. Conmueve por lo cotidiano, por lo bien escrito que está, y porque hay emociones que siempre serán las mismas, pasen los años que pasen.
Muy bueno.
Por la tarde la playa estaba llena de sol color naranja y había nubes blancas y olía a tortilla de patata.
Y había cangrejos que se escondían entre las peñas y los niños éramos los encargados de enterrar las botellas de sidra entre la arena húmeda para que no se calentasen.
Y todos decían: «Qué tarde más preciosa», y los novios se sentaban apartados y cuando empezaba a oscurecer y todo estaba lila y morado estaban con las caras muy juntas sin hablar nada, como confesando.
Pero lo mejor era el baño por la tarde, cuando el sol bajaba y estaba grande y cada vez más encarnado, y el mar estaba primero verde y luego verde más oscuro, y luego azul, y luego añil, y luego casi negro. Y el agua estaba caliente, caliente, y habían bandos de peces muy pequeñinos nadando entre las algas rojizas.
Y daba gusto bucear y pellizcar a las mujeres en las piernas para que gritasen. Y luego que papá y tío Arturo y el marido de tita Josefina nos subiesen sobre los hombros y nos dejaran tirarnos desde allí al agua. Y luego que cogiesen entre dos mayores a un niño y que nos lanzaran por el aire y dijeran: «Cae al agua como un gato», y las mujeres con todo el culo hinchado como un globo debajo del traje de baño de la pera dijesen: «No hagáis burradas con los niños.» Y entonces los hombres nos decían: «Vamos a darles un susto», y corríamos detrás de mamá y las tías y las demás señoras y ellas salían gritando del agua y escapaban por la playa hasta que las cogíamos y las llevábamos prisioneras hasta la orilla, y allí ellas se sentaban en la arena muertas de miedo, y tía Honorina casi lloraba diciendo a su marido: «No, no, por Dios, Arturín.» Y los niños nos retronchábamos de risa cuando decía «Arturín», y estuvimos llamando «Arturín» a tío Arturo lo menos una hora, hasta que nos cansamos. Pero luego nos cogíamos todos de la mano (y las manos de las mujeres temblaban) y entrábamos juntos corriendo en el agua y nos tirábamos a plongeon, pero las señoras no, sino que se sentaban y se quedaban donde no cubría tres dedos, riéndose como gallinas cluecas. Y como Albertito era tonto abría la boca y se le llenaba de agua y arena y después vomitaba y tenía siempre un resquemor amargo por dentro.
Y era divertidísimo ver las piernas de tita Josefina debajo del agua, que engordaban y adelgazaban y eran blancas y verdosas y daban asco como la panza de un sapo.
Y había una chica ya mayor recién llegada de Madrid, muy guapa, con los ojos muy grandes, muy tostada y oliendo a perfume que sentía uno no sé qué muy dentro.
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