Incluye los siguientes relatos:
Muertos, ambulantes, floristas y funcionarios
Braceros, oficiales de primera y amas de casa
Psiquiatras e hipnotizadores
Concejales, ex modelos de lencería y estudiantes
Faquires, decoradoras de interiores y geishas
Agentes de mudanzas y pintoras parisinas Taquígrafos y poetas
Desinsectadores, madres posesivas y prostitutas
Narradores déspotas
Hombres de negocios y taxistas
Marineros, amas de casa y presos
Niños fotógrafos, enterradores, taxidermistas, pintores hiperrealistas, saltadores de longitud, soldados y cronistas
Carniceros, prostitutas (otra vez) y tenientes
Maquinistas
Y aunque no es el mejor libro de relatos que he leído del autor no hay ninguno malo y algunos bastante buenos. Concejales… sobre una pareja que se desubre en la distancia a través de una calle vacía, Desinsectadores…, cuya historia se da desenvolviendo poco a poco pero sin concesiones o Carniceros… que en pocas páginas nos retrata un opresivo estado policial.
Bueno.
Benjamín está en casa, en calzoncillos, un poco empalmado, y curiosea tras la ventana del salón. Hace bochorno, pero no luce el sol, y el cielo parece el vientre hinchado de un viejo. Acaba de despertarse de una siesta en el sofá y se siente pegajoso y aturdido. Una mosca gorda, peluda, de un verde fosforescente, zumba, practica acrobacias y se restriega contra el cristal de la ventana. Benjamín quiere ver lo que sucede al otro de la calle, en casa de la mujer de carnes prietas que se asoma en sujetador y vive con el hombre alto del maletín, pero la mosca le distrae, le crispa. Consigue arrinconarla contra una esquina, entre el cristal y el marco, zanja el problema entre dos dedos y la mosca cruje mientras la mujer y el hombre hablan a la vez y no paran de agitar los brazos sobre un montón de maletas. Benjamín ve cómo el hombre alto hace un gesto como el de un arbitro al pitar el final de un partido, desaparece y aparece saliendo aprisa del portal. La mujer se asoma, y los dos, sin reparar el uno en el otro, lo siguen calle adelante hasta
que lo pierden de vista. Ella se retira lentamente de la ventana, se sienta en una de las maletas y se cubre la cara con las manos. Benjamín quisiera dejar de mirarla, pero no puede.
Debe de tener unos treinta y tantos, se llama Alicia y, antes de convertirse en la mujer del hombre alto, fue modelo de lencería. Ha parado de llorar y ahora se siente humillada y dolida. Había puesto mucho empeño y paciencia en esa relación y el hombre alto, Aníbal, acaba de dejarla plantada por una estudiante, apenas una niña a la que ha conocido en una galería de arte. Aníbal es concejal de Cultura del Ayuntamiento y se pasa la vida inaugurando, pero antes de meterse en política, cuando se conocieron, era crítico de pintura y le enviaba rosas rojas casi a diario. Alicia llevaba varios meses temiéndose lo peor, pero no pensaba que la ruptura ocurriría tan de repente, ni que se fuera a sentir tan desarmada, tan vacía, justo cuando estaban a punto de marcharse a las Seychelles, después de planear los pormenores del viaje durante semanas. Las ausencias de Aníbal eran cada vez más frecuentes y prolongadas y ya sólo hacían el amor el primer domingo de cada mes, y no siempre, pero Alicia se había convencido de que en esta vida casi todas las pasiones terminan arrinconadas, como moscas contra un cristal.
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