Anagrama, 1981. 92 páginas.
Tit. or. Die Legende vom heiligen Trinker. Trad. Michael Faber-Kaiser.
Un vagabundo que vive bajo los puentes, alcoholizado, recibe un préstamo de un misterioso caballero. Pero él es un hombre de honor y quiere devolver el dinero. Tendrá que hacerlo a santa Teresa, en una iglesia. Tras recibir el dinero una serie de acontecimientos irán encaminando su vida y él, a pesar de querer cumplir su promesa, también verá frustrado su propósito por las tentaciones que se cruzan en su camino.
Imposible hacer tanto con tan poco. En apenas 90 páginas (de letra grande) nos dibuja una historia divertida, tierna, triste, llena de personajes, profunda, metáfora de la vida y con un final perfecto.
Una obra maestra.
En aquel momento pasó un taxi, y Caroline lo llamó con su paraguas. Musitó una dirección al conductor, y antes de que Andreas se diera cuenta estaba sentado en el taxi junto a Caroline, rodando, no, corriendo —como le parecía a Andreas— por calles en parte familiares en parte desconocidas, Dios sabe con qué destino.
Llegaron a un paraje en las afueras de la ciudad. Un verde luminoso, el verde del inicio de la primavera, irradiaba de aquel paisaje, mejor dicho del jardín tras cuyos escasos árboles se ocultaba un discreto restaurante.
Caroline fue la primera en apearse. Con ese paso decidido que él bien conocía, salió cabalgando por encima de sus rodillas y pagó. La siguió. Entraron en el restaurante, donde estuvieron sentados el uno junto al otro en una banqueta de terciopelo verde, como antaño, en los años jóvenes, antes de
la cárcel. Caroline encargó la comida, como siempre, y fijó la vista en él, que no se atrevía a enfrentarse con su mirada.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó ella.
—En todas partes y en ninguna. Hace tan sólo dos días que vuelvo a trabajar. Todo este tiempo desde la última vez que nos vimos he estado bebiendo y he estado durmiendo bajo los puentes, como cualquier pordiosero. Tú probablemente hayas llevado mejor vida… Con hombres —añadió al cabo de unos instantes.
—¿Y tú qué? —espetó ella—. En medio de todo esto, borracho y sin trabajo y durmiendo bajo los puentes, todavía te ha sobrado tiempo para conocer a una tal Teresa. Y si yo no hubiera aparecido casualmente, ahora incluso habrías ido a verla.
No contestó. Permaneció en silencio hasta que ambos hubieron terminado el plato de carne y el queso y la fruta. Y tras haber dado cuenta del último resto de vino que quedaba en su copa, le sobrevino de nuevo ese repentino temor que tantas veces había sentido hacía años, cuando estuvo conviviendo con Caroline.
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