José Martí Gómez. El oficio más hermoso del mundo.

julio 5, 2019

José Martí Gómez, El oficio más hermoso del mundo
Clave Intelectual, 2016. 382 páginas.

Lo empecé con cierta curiosidad y sin grandes expectativas, pero me enganché como un bendito y lo devoré en cuanto pude. Retrato de su trayectoria, opinión sobre algunos personajes de la historia de España, crónica de un periodismo que está desapareciendo, relatos de juzgados y criminales… todo bien.

Me ha gustado tanto que ya me he apuntado otros libros del autor. Muy recomendable.

Fernando Fernán Gómez me contó con sarcasmo las contradicciones éticas en las que te podía meter la censura:
—Me ofrecieron un guión y tras leerlo lo rechacé porque me pareció fascista. Luego lo prohibió la censura por considerar que era rojo y yo quedé como un conservador de mierda.
Cuenta Raimon que el día que mataron a Carrero Blanco tenía programado un recital en un pequeño local de un barrio de Barcelona en presencia del policía que, para vigilar que solamente se cantasen canciones autorizadas, asistía al recital. El policía que estaba de guardia aquel día se acercó al cantante de Xátiva y le dijo: «Sobre todo, esta noche ninguna referencia a la realidad».
Raimon cree que el policía dijo realidad donde debió decir actualidad pero no iba desencaminado, sin ser consciente de ello. Dice el autor de Al vent y Diguem no, entre otras canciones emblemáticas de varias generaciones: «Realidad y actualidad siempre son subversivas en tiempos de dictadura. Realidad y actualidad fueron típicas confusiones que, de forma interesada, fomentó la dictadura».


Una de las frases tachadas recogía la conversación de un camionero y el dueño de un bar de carretera:
—Dame unos ducados —pedía el camionero.
—¿Culo blanco o culo azul? —preguntaba el del bar.
—Culo blanco. El culo azul me recuerda a la Falange —zanjaba el camionero.
Ante la presión de un juez de Prensa e Imprenta que machacaba cada semana el Por Favor le invité a comer, a través de la mediación de un abogado, para tratar de convencerle de que éramos buena gente. La comida fue un fracaso. El juez nos calificó de groseros, impúdicos, blasfemos y gente sin sentido de la responsabilidad.
Al acabar la comida me dijo:
—No sé cómo estás con esa gente. Pareces buena persona. En lugar de ir a trabajar a ese semanario asqueroso, ¿por qué no te vienes conmigo de putas? Te invito.


Con ocasión de asistir de servicio a una conferencia pronunciada por el profesor Jiménez de Parga en Granoilers, el día 13 de diciembre de 1963, el policía Eugenio Manzano, en acto de servicio, aplaudió al conferenciante al término de sus palabras a pesar de que los conceptos vertidos por el profesor Jiménez de Parga suponían un ataque contra el régimen, y al ser recriminando por su compañero, le contestó: «El señor Jiménez de Paga tiene razón y en España no hay cojones para decir verdades como dice este señor.


(Sobre Vázquez Montalbán)

Al final de su vida era un hombre que había triunfado. La serie Crónica sentimental de España, publicada en Triunfo, le dio popularidad y le liberó de escribir, con variados seudónimos, en revistas de moda y lencería fina. Pero en él, un hombre tímido y generoso, siempre vi el palpito de la persona consciente de que todo era trivial, que en el fondo le pesaba la conciencia de un fracaso colectivo.
Vivía de la memoria de veranos y noches de la posguerra. Del relente. Memoria de los vendedores de canciones que pasaban por las calles cantando con un embudo amplificador, el recuerdo de los mendigos cantantes y la visión de un hombre al que no conocía que, un día llegó a su casa, y le dijo que era su padre y acababa de salir de la cárcel tras cumplir su condena. Memoria de radio y discos solicitados. Pijama para ti, pijama para mí y en la cresta del cielo, nuestro amor añil.

Y qué lejos,
de pronto,
la belleza del mundo,
qué lejos todo, ya.


Muchas veces el periodista se aproxima casualmente a la realidad a través de voces interpuestas. Eso me pasó a mí respecto a Rodríguez Zapatero en la sobremesa de una cena en Morella, en la que el ministro Miguel Sebastián explicó que cuando R. Z. era sólo candidato a la presidencia le facilitó una reunión con altos cargos del Banco de España. En esa reunión el candidato les preguntó si había riesgo de estallido de la burbuja inmobiliaria y la respuesta fue no. Ningún riesgo. El auge inmobiliario ¿puede afectar a la estabilidad financie-. ra?, les siguió preguntando R. Z. Nada, le respondieron los bancarios. Continuó explicando el ministro que la mayoría de aquellos altos cargos continuaban en sus puestos, ya en plena crisis, dando lecciones de cómo nos debemos apretar el cinturón.


O, dicho de otra manera, lejos del barullo. Rajoy es de los que se adscriben a la filosofía «ante el riesgo de quemarte tratando de solucionar un problema, lo mejor es dejar que el problema se pudra por sí mismo». No debe ser tan amable, tímido, como parece. Un hombre que ha sido titular de tantas carteras ministeriales y es designado a dedo por Aznar candidato a la presidencia, de tímido debe tener poco. Cuando Rajoy llegó a Educación procedente de Administraciones Públicas se encontró con medio centenar de funcionarios encerrados en la sala de actos.
—Son interinos. Protestan por su situación. Oposiciones y todas esas cosas típicas de la administración —le informaron.
El ministro saliente de Administraciones Públicas recogió, como ministro de Educación entrante, el papel reivindicativo.
—La solución de sus problemas es responsabilidad del Ministerio de Administraciones Públicas —les dijo, y se quedó tan ancho.
Ingenuo en temas domésticos, sí parece serlo.
— ¿Es cierto que Rodrigo Rato tiene una amante? —preguntó uno de los cuatro comensales que le acompañábamos en la cena.
— Imposible. No tiene tiempo —respondió Rajoy muy serio.
—Por favor, Mariano: para estas cosas siempre se tiene tiempo —terció su jefa de prensa.


Como buen atracador, Rojano consideraba que formaba parte de la élite de la delincuencia y odiaba a los navajeros.
—Se les debería colgar por los huevos —opinaba.
Cuando explicaba su oficio, lo hacía con lenguaje tecno-crático.
—Es una profesión en riesgo de extinción porque el utillaje es caro, las infraestructuras no son fáciles de mantener y muchas veces la prospección de mercado es un fracaso.
Me costó entender que el utillaje eran armas, las infraestructuras pisos francos y la prospección de mercados eran las visitas previas a los bancos que se tenían que atracar y en los que se habían detectado millones que el día del atraco no estaban en la caja fuerte.
Jorge Rojano murió acogido en un asilo de los padres Camilos, extraño lugar para morir un bregado atracador. Bregado delincuente que fue más gerente de la banda que hombre de metralleta, su atraco más fácil lo llevó a cabo el día que entró en un banco, cuando en los bancos el dinero lo guardaban en las cajas al alcance de los bancarios, para llevar a cabo una gestión. Finalizada esta, la señora que le atendía le dijo que tenía que pagar determinada cantidad y Rojano tronó: «¡Esto es un atraco!». Ante su sorpresa, Rojano vio como todos los bancarios levantaban los brazos, los clientes se tumbaban en el suelo boca abajo y la señora que le atendía empezaba a poner fajos de dinero a su alcance.


Poco después enfermó y entró en un largo coma vegetativo. Médicos de los años de la República, gente que había admirado la labor de Sayé y el cuadro de Ramón Casas, se plantearon que, por decencia, Sayé debía de morir con dignidad. Al final del pabellón del doctor Vilardell, en el hospital de Sant Pau, se habilitó un espacio, cerrado con una cortina, para dos camas, una mesa y un par de butacas.
Broggi me llevó un día a ver a Sayé y a su esposa en aquel rincón perdido en el gran hospital. Broggi me habló, mientras los dos mirábamos aquel cuerpo que ya no respondía a ningún estímulo, la esposa sentada en una butaca a la espera del final.
—Cuando la vida se va, un cuerpo es como un vehículo para el desguace. El cuerpo sólo sirve en cuanto vehículo que nos trae la vida.
Pensé que si al marchar al exilio Sayé se hubiese llevado el cuadro que le regaló Ramón Casas habría muerto millonario tras venderlo. Pero lo dejó colgado donde creía que debía estar, en la pared del humilde dispensario, en una calle estrecha y empinada de la vieja Barcelona fabril, porque Sayé, como Broggi, fueron hombres pequeños, valientes, decentes. Si le pedías un consejo, Broggi te miraba, jugueteaba con sus gafas y te decía lo que nunca he olvidado: que no olvidara nunca que los demás pueden tener razón.
Añoro mis tiempos como reportero. Envidio a los pocos periodistas, que todavía lo practican

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