El protagonista escapa con su amante porque su familia no les deja casarse y tras una travesía por tierra de nadie se adentran en la selva amazónica, donde las leyes no existen. Allí los celos, el drama, la muerte, la esclavitud por el comercio del caucho, la traición, se mezclan en un cóctel tan exhuberante como la selva que les sirve de marco.
¡Menudo libro! Todo es excesivo, desde los sentimientos románticos del protagonista, que parece un alma atormentada por cuanto le acontece, hasta la trama que explora un mundo donde la miseria y la esclavitud campan a sus anchas, donde la justicia se compra, y donde los hombres son explotados sin miramientos ni compasión.
A mí tanto arrebatamiento me llegó a cansar un poco, en pleno siglo XXI nos hemos vuelto un poco cínicos con el sentimiento romántico, pero la descripción del paisaje, el retrato de las miserables condiciones de los caucheros y, sobre todo, la excelencia en el lenguaje, tanto en el literario como en el lenguaje popular de los personajes, que está escrito con un ritmo, una frescura y una verosimilitud envidiables.
Muy bueno.
— Su Señoría no se lleva ni un solo preso, aunque se le hubieran dado algunitos, por peligrosos; no a los que matan o a los que hieren, sino a los que roban. Pero el Visitador no pudo hacer más. Antes que llegara, fueron espías a las barracas a secretear el chisme de que la empresa quería cerciorarse de cuáles eran los servidores de mala índole, para ahorcarlos a todos, con cuyo fin les tomaría declaraciones cierto socio extranjero, que se haría pasar por Juez de Instrucción. Esta medida tuvo un éxito completísimo: Su Señoría halló por doquiera gentes felices y agradecidas, que nunca oyeron decir de asesinatos ni de vejámenes.
”Mas el crimen perpetuo no está en las selvas, sino en dos libros: en el Diario y en el Mayor. Si Su Señoría los conociera, encontraría más lectura en el DEBE que en el HABER, ya que a muchos hombres se les lleva la cuenta por simple cálculo, según lo que informan los capataces. Con todo, hallaría datos inicuos: peones que entregan kilos de goma a cinco centavos y reciben franelas a veinte pesos: indios que trabajan hace seis años, y aparecen debiendo aún el mañoco del primer mes; niños que heredan deudas enormes, procedentes del padre que les mataron, de la madre que les forzaron, hasta de las hermanas que les violaron, y que no cubrirían en toda su vida, porque cuando conozcan la pubertad, los solos gastos de su niñez les darán medio siglo de esclavitud.
”Mi compañero hizo una pausa, mientras me ofrecía su tabaquera. Yo, aunque consternado por tanta ignominia, quise defender al Visitador:
”—Probablemente Su Señoría no tendrá orden judicial para ver esos libros.
”—Aunque la tuviera. Están bien guardados.
”—¿Y será posible que Su Señoría no lleve pruebas de tantos atropellos que fueron públicos? ¿Se estará haciendo el disimulado?
”—Aunque así fuera. ¿Qué ganaríamos con la evidencia de que fulano mató a zutano, robó a mengano, hirió a perencejo? Eso, como dice Juanchito Vega, pasa en Iquitos y en dondequiera que existan hombres: cuánto más aquí en una selva sin policía ni autoridades. Líbrenos Dios de que se compruebe crimen alguno, porque los patrones lograrían realizar su mayor deseo: la creación de Alcaldías y de Panópticos, o mejor, la iniquidad dirigida por ellos mismos. Recuerde usted que aspiran a militarizar a los trabajadores, a tiempo que en Colombia pasan cosillas reveladoras de algo muy grave, de subterránea complicidad, según frase de Larrañaga. ¿Los colonos colombianos no están vendiendo a esta empresa sus fundaciones, forzados por falta de garantías? Ahí están Calderón, Hipólito Pérez y muchos otros, que reciben lo que les dan, creyéndose bien pagados con no perderlo todo y poder escurrir el bulto. ¿Y Arana, que es el despojador, no sigue siendo, prácticamente, Cónsul nuestro en Iquitos? ¿Y el Presidente de la República no dizque envió al general Velasco a licenciar tropas y resguardos en el Putumayo y en el Caquetá, como respuesta muda a la demanda de protección que los colonizadores de nuestros ríos le hacían a diario? ¡Paisano, paisanito, estamos perdidos! ¡Y el Putumayo y el Caquetá se pierden también!
”Oigame este consejo: ¡no diga nada! Dicen que el que habla yerra, pero el que hable de estos secretos errará más. Vaya, predíquelos en Lima o en Bogotá, si quiere que lo tengan por mendaz y calumniador. Si le preguntan por el francés, diga que la empresa lo envió a explorar lo desconocido; si le averiguan la especie aquella de que “El Culebrón” mostró cierto día el reloj del sabio, adviértales que eso fué con ocasión de una borrachera, y que por siempre está durmiéndola. Al que lo interrogue por “El Chispita”, respóndale que era un capataz bastante ilustrado en lenguas nativas: yeral, carijona, huitoto, muinana; y si usted, por adobar la conversación, tiene que referir algún episodio, no cuente que esa paloma les robaba los guayucos a los indígenas para tener el pretexto de castigarlos por inmorales, ni que los obligaba a enterrar la goma, sólo por esperar que llegara el amo y descubrirle ocasionalmente los escondites, con lo cual sostenía su fama de adivino, honrado y vivaz; hable de sus uñazas, afiladas como lancetas, que podían matar al indio más fuerte con imperceptible rasguñadura, no por ser mágicas ni enconosas, sino por el veneno de “curare” que las teñía.
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