El escritor Juan Cabo ha sufrido un accidente y ha despertado amnésico. Un párrafo escrito por él que comienza ‘Me he enamorado de una mujer desconocida’ le lanza a la búsqueda de de esa mujer. Por el camino se encontrará con un detective especialista en escritores, una modelo que trabaja como musa, un restaurante donde la gente escribe, poetas olvidados y el todo poderoso editor ciego Salmerón.
Novela de intriga alrededor de la escritura con la suficiente dosis de puzzle para hacerla entretenida y con un interesante giro final. Pero quizás no está a la altura de otras obras del autor.
Para pasar el rato.
En un momento dado sucedió algo. Cauno dejó de responder a mis comentarios, ella dejó de escribirlos. El diálogo me exceptuó y prosiguió entre ambos. Era como si yo no existiera, como si yo no estuviera ya en la habitación. Lo único que podía hacer era inclinarme y leer.
-¿Quieres matarme, vieja tonta? -dijo Braulio.
-No, no quiero, Braulio -dije.
-No quieres pero sí quiero, no quiero pero sí quieres: porque yo hablo cuando tú hablas y tú hablas cuando yo hablo.
-Sí, Braulio -dije.
-¿A qué disimular, vieja estúpida? ¡Estos guiones que colocas para separar nuestras frases son un engaño! ¡En realidad, esto es un monólogo, y lo sabes!
-Sí, Braulio -dije.
-«Dije», «dijo»… ¡Eres tú la que dices siempre, vieja idiota!
-Sí, Braulio. ¡Vieja idiota!
-Sí, Braulio. ¿Lo ves? Somos intercambiables.
-Es cierto, vieja idiota, Braulio.
-¿Te das cuenta, Braulio? Podemos compartir guión, vieja imbécil, igual que los matrimonios comparten cama. Es verdad, Braulio. ¿Por qué no dices a solas lo que piensas? ¿Para qué me necesitas? No sé, Braulio. No sé, vieja idiota. Soy una vieja idiota, ¿verdad Rosa? Sí, Rosa. Soy sólo Rosa, una vieja idiota. Lo que digo lo dice Rosa, lo piensa Rosa. Sí, Rosa.
-Sin embargo, tú prefieres el guión.
-Sí, Braulio.
-¿Por qué, Braulio?
-Porque así Rosa puede amarte, Rosa.
Y tus manos me aferraron su cuello, y Braulio empecé Rosa a estrangularla a Braulio Rosa Braulio-rosabrauliorosa brauliorosarosabrauliorosabraulio-rosarosabrauliorosabrauliorosarosabrauliorosa-brauliorosabrauliorosabrauliorosa
Contemplaba fascinado cómo Rosalía Guerrero desovillaba su interminable, incoherente locura, cuando sentí que alguien me tocaba en el hombro. Era Neirs. Sostenía un cuaderno.
-Ya lo tenemos -dijo en voz baja-. Vamos.
A mí me resultaba cruel abandonar a la anciana en aquel momento, pero Neirs desestimó mis reparos. «Vamos», repitió, apretándome el brazo. Había algo en su expresión que me alarmaba, como si el hallazgo que había realizado fuera particularmente valioso, y decidí obedecer. Salimos en silencio de la habitación y mientras lo hacíamos miré hacia atrás: Rosalía Guerrero continuaba, imperturbable, golpeando con sus índices las teclas de la máquina naranja, el mentón apoyado en el pecho, los ojos cerrados. Cuando pienso en ella, ésta es la imagen que una y otra vez acude a mi memoria.
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