Reencontrarse con Gálvez es como tomar unas cañas con ese buen amigo al que hace tiempo que no ves, y del que no te acordabas que lo echabas de menos.
La novela arranca con un curioso negocio en las cuevas asturianas, una especie de parque temático basado en Atapuerca, y acaba en la sabana africana, desmantelando una red de trata de albinos y con un cameo final de alto postín.
Ni el autor ha perdido la gracia escribiendo ni se deja de querer a este periodista metido a detective al que le pasan las cosas más inverosímiles pese a ser lo contrario de un tipo duro.
Totalmente disfrutable.
Era una buena fórmula. Cualquier otra frase habría quedado absurda en aquellos momentos en que todas las conversaciones comenzaban con cifras de déficit, ejemplos de personas conocidas que habían perdido su empleo, tasas de paro juvenil y devastadores anuncios sobre el porcentaje esperado de crecimiento negativo de la economía española.
Charlamos de asuntos de poca consistencia y le mentí sobre mi estancia en Asturias. Le dije que había vuelto a Madrid para continuar el trabajo con una prospección de mercado en el nicho de los parques temáticos.
—Pero ¿tú sabes lo que es un nicho de mercado?
—Bueno, ya lo he aprendido. Otra cosa es que sepa encontrarlos. También sé qué es un emprendedor. Al parecer es lo que se
espera de cualquier ciudadano que esté dispuesto a perder todos sus derechos laborales y a invertir el dinero de su madre en alguna actividad relacionada con la tecnología. Yo tengo dos problemas para eso: mi madre no me dejó un duro y no sé nada de tecnología. Por lo demás, ya sabes que me gusta el riesgo inversor, la exploración de nuevos terrenos…
—Me consta, Gálvez, me consta, no te esfuerces más. ¿Te apetece una ensalada de frutos secos con escarola?
Por supuesto que no me apetecía. Estaba hambriento, porque me había saltado la comida. Pero no tenía otra salida que mostrar mi acuerdo. Logré negociar un suplemento de dos huevos revueltos y bajé a un local chino a comprar pan mal cocido, para evitar el pan integral que consumía Maribel, el único que me gustaba menos que el fabricado por los orientales.
En el barrio de Maribel ya no se abrían locales comerciales que no fueran propiedad de ciudadanos chinos, los precursores de la vuelta a la mano de obra esclava que los gobernantes, los banqueros y los patronos europeos reclamaban por aquel entonces con notable éxito: los que tenían que perder todos sus derechos laborales votaban a quienes lo exigían. En un comercio chino, mientras se hace la compra, se puede meditar sobre eso, e imaginarse a uno mismo durmiendo bajo el mostrador para resultar menos costoso al dueño. ¡Qué patriotismo laboral! Mientras me cobraban la barra de pan crudo, pensé que si algún día los chinos aprendieran a cocer el pan, ya nada se les opondría.
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