Recreación de un caso real de los años sesenta, cuando se descubrieron los cadáveres de varias prostitutas enterradas en los corrales de diferentes burdeles propiedad de dos hermanas que ejercían de madrotas (madames). La venganza de una de ellas contra un antiguo amante es el disparador que provoca su caída.
Novelón donde los hechos no molestan a la perspectiva del autor que nos presenta un mundo sórdido, lleno de crueldad, unas condiciones de vida infrahumanas de unas chicas atraídas con engaño al mundo de la prostitución y que quedan al servicio de dos hermanas sin escrúpulos.
Me fascina -y horroriza- los detalles que casi pasan desapercibidos pero que en dos líneas te pintan el ambiente, como muestra este párrafo:
Le dio un peso a cada una para que comieran. A las mujeres les extrañó la orden, pero la obedecieron. Las cuatro se fueron caminando por la calle Cuauhtémoc y pasaron por un taller mecánico en donde trabajaban tres muchachos que las conocían, que al verlas pasar las siguieron “diciéndoles groserías”. Ellas salieron del pueblo y se fueron rumbo al ojo de agua, en donde los muchachos las alcanzaron y “abusaron de ellas” detrás de unos carrizos. Después de comer en el mercado, dieron vueltas en la Plaza hasta que dieron las cinco.
Se lee en un suspiro con el corazón en un puño.
Muy bueno.
Otra vez no hice nada, me quedé allí parado hasta que ella llegó a donde yo estaba.
—¿Qué andas haciendo en Pajares? —me preguntó.
Le dije la verdad, que había ido a ver a un señor para que me perdonara unos impuestos.
—Yo también vine a lo mismo —me dijo.
Parecía como si encontrarnos en aquella calle extraña, en un pueblo extraño, a aquellas horas fuera lo más natural del mundo. Como si no nos hubiéramos separado dos años antes con un pleitazo, como si no nos hubiéramos reunido veinte minutos antes con una bofetada. Así fue siempre nuestra relación. Nunca supe a qué atenerme con ella.
Vi en mi reloj que eran más de las doce. Iba a proponerle que fuéramos juntos a ver al señor que iba a perdonarnos los impuestos, cuando ella me dijo:
—Llévame a un hotel.
Tenía los labios pintados de un color muy raro, como violeta.
Estuvimos en el hotel del Comercio hasta las ocho de la noche, salimos de allí con hambre y fuimos a cenar en el restaurante que está en los portales. Serafina tenía urgencia de regresar a Pedrones y la mujer con la que yo vivía entonces debería estar inquieta esperándome en el Salto de la Tuxpana, pero al terminar de cenar, en vez de despedirnos e ir cada quien por su lado a cumplir con sus obligaciones, regresamos al hotel del Comercio y allí estuvimos hasta el día siguiente.
Si al despertar me hubiera ido a mi casa, aquel encuentro con Serafina hubiera sido una de tantas cosas que me han pasado en la vida de las que apenas me acuerdo y no tengo razón para andar contando. Pero no me fui a mi casa. Cuando abrí los ojos me acordé de la mujer con la que yo vivía entonces, y la imaginé afligidísima, creyendo que yo estaría tirado en la carretera, cubierto de sangre, y menos ganas me dieron de verla. Me puse la camisa, asomé a la ventana y vi los laureles de la plaza y los tordos cantando. Después miré a la cama y vi a Serafina dormida y me dieron ganas de despertarla.
Esperé a que se bañara y se vistiera y cuando estaba sentada frente al espejo, haciendo la trenza, vi que el reflejo que daba era muy diferente a su cara, cosa que ya había yo notado antes. Me acordé de tiempos mejores, sentí una emoción muy grande y le dije:
—Te llevo a Pedrones.
Pero ella no iba a Pedrones. La urgencia que tenía de estar allí había pasado. Iba a San Pedro de las Corrientes, en donde estaba invitada a comer en casa de su hermana Arcángela. Como yo no quería separarme de ella, le dije:
—Pues a San Pedro te llevo.
Mi coche, un Ford 55, estaba en el taller de un mecánico en las orillas de Pajares. Si cuando llegamos a la puerta el mecánico hubiera salido a decirme, como a veces ocurre, «el coche no está listo porque no conseguimos la pieza que le falta», yo hubiera acompañado a Serafina a la terminal de camiones, allí nos hubiéramos despedido y mi vida hubiera sido otra. Pero el coche estaba arreglado, arrancó al primer pedalazo y aquí estoy, con seis años de sentencia por delante.
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