Libros del Asteroide, 2017. 235 páginas.
La revolución de Asturias de 1934 fue la única revolución obrera de España que triunfó, aunque sin el apoyo del resto de España estaba irremediablemente condenada al fracaso. Se consiguió la unión de socialistas y anarquistas y, unido al acceso a explosivos por las labores mineras, consiguieron tomar el poder en Asturias.
En este libro se incluyen la novela corta Octubre rojo de José Díaz Fernández, una completísima versión de los hechos desde el punto de vista de los sublevados. Los artículos que Josep Plá mandaba a su periódico, desde un punto de vista más conservador pero bastante ecuánime y los de Manuel Chaves Nogales, más cercano a las ideas revolucionarias pero con distancia.
El conocimiento auténtico de los hechos puede leerse hoy en libros editados con auténtico rigor histórico, pero la visión periodística del momento tiene un sabor especial, el reflejo de lo que opinó la sociedad de su tiempo sobre los terribles sucesos acaecidos.
Me ha encantado.
— Bueno, ¿y qué pensáis hacer con Oviedo? Estáis destrozándolo.
—Nosotros lo que queremos es tomarlo. Los del comité dicen que se procure hacer el menor daño posible; pero hay que tomarlo. Y como hay que tomarlo… no le quepa duda de que lo tomaremos, cueste lo que cueste.
—Pero nosotros no os dejaremos.
El revolucionario se encogió de hombros.
—Además, vendrán refuerzos de otras provincias.
El oficial se echó a reír con una risa que quería ser sarcástica:
—En otras provincias… Pero si ha fracasado todo… Si no quedáis más que vosotros. Vosotros tenéis radio. ¿No habéis oído que está todo terminado? En Madrid no hubo más que tiros sueltos.
—Sí. Eso dicen por la radio. Pero para despistar.
—Está bien. Te voy a fusilar inmediatamente.
El minero se le quedó mirando:
—Usted puede hacerlo, porque estoy en su poder, pero no crea que por eso habrá acabado con la revolución.
— Os están engañando. ¿Tú qué te crees que es la revolución?
—Pues la revolución… es una cosa que no acabará, aunque acaben con todos nosotros.
El capitán pateó coléricamente.
— ¿No comprendéis que esto es una barbaridad? No tomaréis Oviedo. ¡No lo tomaréis! ¿Lo oyes?
Un grupo de oficiales y guardias oía, unos metros más allá, el extraño diálogo. La situación debía de ser difícil para los defensores. El capitán llamó a dos tenientes y los tres discutieron con viveza durante unos minutos.
El capitán volvió junto al preso y le dijo:
—Mira: te voy a dejar en libertad, porque eres valiente. Pero con la condición de que lleves un recado al comité. Le dices que nuestras noticias son que la revolución ha fracasado en toda España; que lo mejor es que os retiréis sin causar más daño y que nosotros prometemos no ejercer represalias. Esto lo hago bajo mi responsabilidad. Pero es que tengo la convicción de que vuestro comité no sabe lo que sucede en el resto de España. De lo contrario nuestros aviones os aplastarán. Y ahora, puedes marcharte.
Oviedo, 25. Las cosas en su punto. No es verdad que en Sama los revolucionarios se comieran a un cura guisado con fabes; no es verdad que en Ciaño despanzurraran a la mujer de un guardia civil y le hundiesen un tricornio en las entrañas; no es verdad que el cadáver de un capitán de la Guardia Civil fuese expuesto en el escaparate de una carnicería con el letrero de «Se vende carne de cerdo»; no es verdad tampoco que los revolucionarios saltasen los ojos a los hijos de los guardias civiles. Pero ¡cuidado! Es verdad que en Sama fue asesinado un sacerdote; es cierto y verdad que en Ciaño cayó muerta a balazos la mujer de un guardia civil; es verdad que un capitán de la Guardia Civil, y no solo un capitán, sino otros varios oficiales, han sido asesinados; cierto y verdad es también que en Turón y en otros muchos pueblos los hijos de los guardias muertos por los revolucionarios estuvieron merodeando por los pueblos sin pan y sin cobijo, como gorrioncillos.
Hay que poner las cosas en su punto. No porque los revolucionarios merezcan atenuantes para sus crímenes, sino porque creo firmemente que, a la larga, todos esos detalles de barbarie, positivamente falsos, provocarán una reacción favorable a los revolucionarios. Si se ha dicho que en Sama se comieron un cura y luego resulta que no se lo comieron, sino que lo asesinaron y dejaron el cadáver abandonado dos días en una calle, parecerá que el crimen es menos execrable que lo que realmente fue. Sospecho que alrededor de si se lo comieron o no va a entablarse la batalla de la ferocidad o no ferocidad de los revolucionarios, y como al final va a comprobarse que no es verdad que se lo comieran, quiero prevenir a mis lectores contra una reacción favorable a los mineros, que no estaría justificada. Hay que prescindir de ese cartel de crimen que explica la revolución como los charlatanes explican el crimen de Cuenca. La opinión española no es, ni mucho menos, el auditorio de una plazuela aldeana. Estas versiones escalofriantes que ha acogido la Prensa de toda España —nuestro periódico inclusive— han producido ya un movimiento de contracción en la opinión pública asturiana, que dificulta la misión informativa. Cuando uno llega a un pueblecito cual quiera de las cuencas mineras diciendo que es periodista, inmediatamente se ponen en guardia todos los vecinos, los de la derecha y los de la izquierda, y el empeño de todos es demostrarle a uno que allí no ha pasado nada y escamotean cualquier detalle del que pudiera deducirse un acto de crueldad. Yo he visto a caracterizados individuos de Acción Popular y aun a bizarros fascistas de Sama y La Felguera indignarse por el agravio que se hacía a aquellos pueblos al suponer que los revolucionarios habían cometido los actos de barbarie que se les han atribuido. Así se da la paradoja de que gentes de
orden y de humanísimos sentimientos le digan a uno, indignadas:
—No, señor. Eso no es verdad. Asesinaron a los sacerdotes, pero nada más.
Creo que este hecho escueto del asesinato de unos seres inermes, que a la monstruosa deformación de la conciencia colectiva parece hoy sencillísimo, poco menos que natural, es ya de por sí bastante.
No hay comentarios