Anagrama, 2002. 460 páginas.
Tit. or. The Rotter’s Club. Trad. Javier Lacruz.
Aventuras de adolescentes de instituto que colaboran en la revista, aman la música -e incluso algunos montan un grupo- y van tirando con sus amores imposibles, en la inglaterra previa al ascenso de Tatcher.
Hace poco leía en un artículo de Jot Down que en goodreads muchos libros se critican porque ‘no ha empatizado con el protagonista’. Y aunque la labor de un libro no es hacer que nos caigan simpáticos sus personajes, entiendo el subtexto, porque viene a decir ‘Me importaba una mierda lo que les pasaba’.
Me ha gustado más bien poco. No me interesa cómo está escrito, que aunque no está mal no tiene una prosa brillante, no me han hecho gracia los chistes, y no me ha interesado lo que me contaba. Se le da importancia a unos detalles que, sinceramente, me han parecido planos y sin ningún interés.
Hay una segunda parte de la que me mantendré alejado con mucho cuidado. Porque soy tan tonto que ya había leído otro libro del autor: Menudo reparto y me había parecido una birria. Pues me reafirmo.
No me ha gustado.
Casualmente, Benjamin había puesto grandes esperanzas en aquella reunión de padres y profesores en concreto. No porque esperase recibir unos informes deslumbrantes de sus maestros, sino porque significaba que sus padres estarían fuera casi toda la noche, y había muchas posibilidades de que Benjamin tuviera el cuarto de estar (y lo que era más importante, la televisión) para él solo gran parte del tiempo. Era un golpe de suerte increíble, porque esa noche a las nueve en la BBC 2 ponían una película hecha en Francia y anunciada como una «historia de amor tierna y erótica», en la que muy probablemente habría algunos desnudos. Benjamin apenas podía creer en su buena suerte. A fuerza de algún argumento bien razonado y de persuasión (respaldados, como siempre, por la amenaza de una agresión física), a Paul se le podía mandar fácilmente a la cama a las ocho y media como tarde. Sus padres no volverían hasta las diez de la noche. Eso le daba de margen una hora entera en la que alguna (seguro que una por lo menos) de las tres preciosas y jóvenes actrices que salían en aquel «intenso, provocativo y revelador estudio del amour fou» (según Philip Jenkinson en Radio Times) tendrían oportunidad de desnudarse ante la cámara. Era demasiado bueno para ser cierto.
¿Y Lois? Lois iba a estar fuera. Lois iba a hacer lo que hacía todos los martes, jueves y sábados por la noche. Iba a salir con el Chaval Melenudo.
Llevaban saliendo casi tres meses seguidos. Se llamaba Malcolm, y aunque Lois rara vez le había permitido traspasar el umbral del hogar de los Trotter, su madre lo había visto lo suficiente como para hacerse una impresión definida, y lo encontraba tímido, cortés y atractivo. La longitud de su pelo denso y negro como el vinilo era siempre bastante decente, llevaba la barba bien recortada, y su guardarropa no constaba de nada más estrafalario que una chaqueta de pana de color teja combinada con una camisa de cambray tostada y unos vaqueros acampanados. La llamaba «señora Trotter» y sus intenciones para con su hija parecían absolutamente honorables. Por lo que ella sabía (y por lo que sabía Benjamin), las salidas de su hija con Malcolm no iban más allá que unas cuantas horas en Los Cañones de la Escopeta o La Rosa y la Corona, enzarzados en una conversación llena de humo sobre jarras de cerveza de barril y cortos de cerveza con limonada. Muy de cuando en cuando, hacían una excepción y asistían a algún acontecimiento musical que Malcolm calificaba (sin que nadie entendiera nada al principio) de «sesiones», y que a veces evocaban, en la mente preocupada de Sheila, imágenes de adolescentes fumados girando al compás del golpeteo de guitarristas y baterías hirsutos en un ambiente cargado de abandono sexual. Pero parecía que la hija volvía en buen estado de aquellas orgías imaginarias, y sin señal de deterioro.
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