La factoría de ideas, 2006. 700 páginas.
Tit. Or. The Golden Globe. Trad. Domingo Santos.
De John Varley recordaba con agrado su libro de relatos La persistencia de la visión, de una calidad difícil de encontrar dentro de la ciencia ficción, bien escritos, poéticos, con fuerza. Pero éste no es mi Varley que me lo han cambiado.
Sparky Valentine es un actor que vaga por el cosmos representando a Shakespeare y huyendo de unos matones que quieren matarle. Pero Kaspara Polichinelli, la mejor directora del universo, está haciendo audiciones para El rey Lear ¿Qué actor que se precie como tal podría resistirse? Mientras Sparky se dirige a su cita con el destino corriendo mil peripecias descubriremos que en el pasado fue una joven estrella controlada por un tiránico y excéntrico padre.
Novela de aventuras con fragmentos interesantes y alguna que otra idea buena. Nada que ver con el lirismo de La persistencia de la visión, esto es un best-seller puro y duro. Tiene el ritmo suficiente como para que el interés no decaiga, pero en contrapartida carece de un argumento propiamente dicho, y la sucesión de aventuras no conduce a nada. A destacar el homenaje a Heinlein al incluir un grupo llamado, precisamente, heinlenianos
Que el protagonista sea un actor ha hecho que me gustara más de lo que vale. Una buena lectura de verano que no tendrá sitio entre los clásicos de la ciencia ficción.
Escuchando: Corazon Rebelde. Osdalgia.
Extracto:[-]
Lo encontré en el estudio, sentado en la tercera fila con las manos unidas en pirámide delante de su rostro, observando con gran concentración lo que parecía ser un ensayo final con vestuario. El escenario estaba repleto de bailarines del coro con lentejuelas, zapateando hasta salírseles el corazón, mientras unas luces deslumbrantes los barrían desde arriba como dedos de ángeles. Hice una pausa para absorber todo aquello. Cuando las luces de la platea se apagan y las del escenario se encienden se crea un nuevo mundo, un mundo donde he pasado la mayor parte de mi vida. Es un truco mágico del que nunca me canso.
Reconocí de inmediato el espectáculo como Trabajando, la versión musical de El despertar de Finnegan que había sido un bombazo en su estreno en el Alameda de King City hacía cincuenta años. Sabía que había sido un bombazo porque yo había estado allí, en el papel de Cromwell. («Val Tiner se entrega con su competencia habitual en una producción más confusa que su material de origen.» — News Nipple.) Desde entonces Trabajando ha desarrollado todo un culto de seguidores. Yo mismo la revisita hacía tan solo diez años, esta vez en el papel protagonista de Humphrey Earwiclcer/Joyce, («Superretorcida. Ni Cristo se aclara. Ese tal Valentine ofrece un tal batiburrillo de actuación que ni él mismo se entera. De todos modos, el espectáculo es colorista. Solo eso.» —Arean Gazette.)
El estudio de Plutón es uno de los teatros cubiertos con el proscenio más grande del sistema. Su aforo es de veinte mil localidades, lo cual significa que los asientos más baratos se
hallan en una zona postal distinta, y lo bastante altos como para que te sangre la nariz. He estado en la última fila, y desde aquel punto parecía que estuvieras viendo Casa de muñecas representada por un circo de pulgas. Desde el escenario, puedes recitar casi todo el soliloquio de Hamlet antes de que el eco de tu voz reverbere el primer «ser o no ser» a tus atentos oídos.
Pero no se preocupen. La platea está rodeada por varios miles de pantallas de televisión, cuyo tamaño va de unas pocas pulgadas a veinte pies. La gente de la parte de atrás ve exactamente el mismo espectáculo que uno recibe desde el centro de la primera fila, y desde una mayor variedad de ángulos de cámara.
No es mi tipo de teatro, en absoluto. Denme un local de tres a cuatrocientas localidades y seré un hombre feliz. Dejen que sean mis propios correosos pulmones los que griten a los espectadores o les hagan inclinarse hacia adelante en medio de un silencio absoluto para captar mis susurradas palabras. Tío Roy me miró cuando me senté al extremo de la fila. Asentí con la cabeza y él sonrió brevemente, luego se puso en pie y empezó a caminar rápidamente de uno a otro lado al borde del foso de la orquesta, señalando a la gente y gritando cosas que no pude oír en medio del tronar de la música. El director frunció el ceño a Roy por encima del hombro, pero por aquel entonces ya debía de haber aprendido que era mejor no protestar. Hundió los hombros y siguió apuñalando el aire con su gran y resplandeciente batuta.
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