John Eliot Gardiner. La música en el castillo del cielo.

septiembre 8, 2025

John Eliot Gardiner, La música en el castillo del cielo
Acantilado, 2015. 922 páginas.
Tit. or. Music in the castle of heaven. Trad. Luis Gago.

Apabullante recorrido por la música de Johann Sebastian Bach, con algunos datos (pocos) de su biografía. El autor es un famoso director de orquesta y sabe de lo que habla. Ha grabado muchas interpretaciones de sus obras con un enfoque historicista, intentando recuperar instrumentos antiguos para que se parezcan lo más posible a como fueron interpretadas en su momento.

Confieso que no es lo que esperaba, puesto que yo andaba buscando una biografía, pero me ha gustado lo que me he encontrado. Eso sí, no hace concesiones al lector, y supongo que está más orientado a músicos que tengan que enfrentarse a las piezas de Bach. Recorre los ciclos de cantatas, las dos pasiones y la Misa en Si menor.

Analiza tanto la composición musical como el significado de las piezas que, recordemos, son en su práctica totalidad religiosas, y, por lo tanto, susceptibles de interpretación doctrinal. Como resumen del libro les dejo, además de las muestras habituales, el párrafo final:

Resulta apasionante comprobar cómo una generación más tarde Johann Gottfried von Herder (1744 − 1803) parece estar articulando a veces alguno de los procesos en los que estuvo implicado Bach como compositor y como intérprete, pero sin referirse a ellos directamente. Herder comprendió la idea crucial de que la actividad creativa y espiritual del hombre conduce a expresiones de la visión de la vida de un individuo, que pueden comprenderse únicamente por medio de una percepción empática: la capacidad de «sentirse dentro» (sich hineinfühlen) de las aspiraciones y las preocupaciones de otros. Imaginamos que pudo llegar a comprender el valor supremo de las obras vocales de Bach: no principalmente como objetos o artefactos, sino como visiones individuales de la vida y como inestimables formas de comunicación con sus semejantes. Porque es esto lo que resultaran peculiar cuando comparamos el legado de Bach con el de sus predecesores y sucesores. Monteverdi nos ofrece en su música todo el espectro de las pasiones humanas, el primer compositor en hacer algo parecido; Beethoven nos dice qué lucha terrible supone trascender las flaquezas humanas y aspirar a la divinidad; y Mozart nos muestra el tipo de música que podríamos confiar oír en el cielo. Pero es Bach, cuando hace música en el Castillo del Cielo, quien nos ofrece la voz de Dios: en forma humana. Él es quien ilumina un sendero, mostrándonos cómo superar nuestras imperfecciones por medio de las perfecciones de su música: hacer las cosas divinas humanas, y las cosas humanas divinas.

Bueno.

En los nuevos estatutos de la escuela (Schulordnungeri) de 1723 había reglas (que restringían la asistencia del Cantor a teatros, lugares públicos, etc.) y nuevas directrices para la distribución de honorarios adicionales entre profesores y alumnos que reducían sus ingresos. Las habitaciones en que residía el Cantor se hallaban situadas justo al lado de las del director y de las de los cincuenta y cinco alumnos internos de una «schola pauperum dotada para servir a los mejores intereses de los pobres». Como profesor, a Bach se le exigía que actuara in loco parentis para los alumnos «y mostrara a cada uno de ellos un afecto, amor y solicitud paternales, y que fuera tolerante con sus errores y debilidades, aunque esperando de ellos, no obstante, autodisciplina, orden y obediencia». Al reflexionar sobre cuán buena era la preparación de Bach para cumplir estas funciones, cabe imaginarlo cavilando sobre las principales figuras de su propia niñez y el tratamiento que él mismo recibió. ¿Se dejó ver la sombra del Cantor Arnold, el viejo sádico de su pasado en Ohrdruf? Sí parece producirse una continuación del modelo de acoso que hemos encontrado hasta ahora: la mayoría de los chicos más pequeños sufrían a manos de los mayores. En 1701, una queja contra los estudiantes mayores afirmaba que quemaban ratones con una vela y dejaban los restos en la silla del profesor, que echaban agua por el suelo y las mesas, rompían ventanas, arrancaban pizarras de la pared e insultaban abiertamente a los profesores. En 1717, el profesor ayudante Carl Friedrich Pezold se quejó de que había un trajín constante de ratas y ratones por las escaleras a plena luz del día. En 1733, Christoph Nichelmann, que tenía entonces unos dieciséis años, encontró las condiciones demasiado duras para alguien de su «naturaleza dulce y apacible» y salió corriendo de la Thomasschule para convertirse más tarde en un respetado compositor y clavecinista.
Después de unas pocas semanas viviendo tan cerca del barullo y el desorden de un internado de chicos, especialmente tras haber disfrutado de la tranquilidad de la vida cortesana en Cöthen, es posible que Bach se sintiera inclinado a hacer lo mismo. A los cinco años de ocupar su puesto, la situación se había deteriorado aún más: se describe que la escuela se encuentra «en una situación deplorable», con «las camas destrozadas y los alumnos mal alimentados» y la autoridad de los profesores se halla seriamente socavada. Un informe ulterior, que coincide con el nombramiento del burgomaestre Stieglitz como inspector de la escuela en enero de 1729, expone que la escuela se encontraba «en gran desorden», con tres clases arracimadas en el comedor, y con las camas de los dormitorios compartidas por dos chicos a la vez. En estas condiciones, ¿cómo, cabe preguntarse, se esperaba que Bach diera a los chicos el ejemplo de «una vida discreta»? Sólo podemos hacer conjeturas sobre cómo lograba proteger a su familia (y, en realidad, tener una vida familiar como tal) y, en medio de todas sus obligaciones tanto en el colegio como con la ciudad, encontrar tanto el tiempo como la calma necesarios para componer a la velocidad y la intensidad que le permitieran mantener el ritmo de su autoimpuesto calendario semanal de producción de cantatas.


Una desventaja de explorar incluso un ciclo tan coherente como el segundo Jahrgang de Bach en una secuencia lineal (tal como escuchó en su día su audiencia de Leipzig las cantatas que lo integran) es que puede aislarnos de las conexiones igualmente asombrosas existentes entre un año y otro. Del mismo modo que las catas «verticales» y «horizontales» de buenos vinos y whiskies tienen su respectivo valor, una comparación a la manera de un «corte transversal» entre uno y otro ciclo, y entre los diferentes procedimientos que adoptó Bach en la misma ocasión y con idéntico punto de partida del leccionario, puede permitirnos asomarnos a su personalidad creativa, tal como hizo con las personas que participamos en el Peregrinaje de Cantatas de Bach en el año 2000. De repente deja de ser una figura divina petrificada y ubicada fuera del tiempo y pasa a ser alguien flexible y proclive a reaccionar de un modo enormemente diferente de un año al siguiente. Ya hemos visto cómo el relato evangélico en el que Jesús llora por el destino de Jerusalén dominaba BWV 46, la primera cantata de Bach para Trinidad + 10 (véanse pp. 455 − 456), a pesar de lo cual apenas recibe una mención el año siguiente en BWV 101, Nimm von uns, Herr, du treuer Gott. Esto se debe a que, en cuanto cantata coral, se basa directamente en el principal himno para este domingo, escrito durante una época asolada por la peste, que se canta con la melodía de la versión alemana del padrenuestro de Lutero. El carácter implacable del Vater unser de Lutero, y el hecho de que el coral sea una presencia poderosa y audible en todos los movimientos excepto uno, incluidos los recitativos, encuentra reflejo en el movimiento inicial en el empleo por parte de Bach de otro de los himnos de Lutero como la base temática de una fantasía coral, asociada en las mentes de la congregación con los Diez Mandamientos (Dies sind die heil’gen zehn Gebot). El precio que hay que pagar por el pecado, el poder abrumador del castigo que reciben quienes sienten la tentación de apartarse del camino del Señor, animó a Bach a someter a sus primeros oyentes a una poderosa salva doctrinal y componer lo que el pianista y estudioso Robert Levin me describió en cierta ocasión como «la obra más apabullante de la carrera de Bach».
La música comienza con un aire meditabundo y una línea de continuo independiente ejerce de sostén de un trío de oboes que intercambian el tema de los «Diez Mandamientos» con la cuerda aguda. Pero no pasa mucho tiempo antes de que se introduzcan disonancias fuertemente acentuadas sobre un pedal de dominante, la primera en una sucesión de martillazos para transmitir el schwere Straf und groβe Not (‘severo castigo y gran aflicción’) del texto del himno.572 Las disonancias contribuyen al ambiente perturbador de este notable poema sonoro, que suena a un tiempo tan arcaico, por el modo en que doblan las partes de las voces la corneta y los anticuados trombones (como si Bach estuviese decidido a volver a conectar con la época de Lutero), y, sin embargo, tan moderno en la manera, por ejemplo, en que desgarradoras armonías sólo empiezan a cobrar sentido como hechos pasajeros en términos contrapuntísticos a un tempo específico. (Este es sólo uno de los diversos retos interpretativos que contiene). Bach elabora una textura orquestal a siete voces y luego se dispone a expandirla a once voces reales. Si eso no fuera ya de por sí suficientemente extraordinario, no existe una correspondencia temática con la melodía del coral: la orquesta funciona independientemente del coro en todo momento, como si estuviera obsesionada con este paisaje surcado de cicatrices de guerra. De hecho, la influencia invierte la práctica habitual y son las voces más graves las que toman prestados ocasionalmente temas instrumentales a fin de preparar la reaparición de la melodía del himno. Una característica persistente es una figura «suspirante» de tres notas que se reparte entre los instrumentos, apoyaturas que resuelven normalmente, pero a las que se llega desde arriba y desde abajo por una variedad de intervalos preparatorios iniciales que parecen crecer cada vez más para transmitir la ineludibilidad del castigo, la suerte que «con innumerables pecados hemos merecido verdaderamente» (de hecho, la palabra allzumal —‘ineluctablemente’— hace su aparición en forma de vehementes y reiteradas protestas de las tres voces más graves). Bach urde sobre el pedal de tónica final una perturbadora intensificación de la armonía y la expresión vocal para las palabras für Seuchen, Feur und groβem Leid (‘de la peste, el fuego y el gran padecimiento’). Aquí percibirnos cómo Bach está trabajando los motivos que ha elegido con toda la intensidad de que es capaz, un rasgo que asociamos de forma más inmediata con Beethoven y Brahms.
La antítesis entre la furia y la misericordia de Dios se muestra con especial claridad en el cuarto movimiento, en el que Bach se impone el reto de interpolar un aria de «furia» para bajo dentro de cada una de las líneas del coral, ya sea cantada, ya tocada, a tres velocidades diferentes: vivace-andante —adagio. Cuenta con tres oboes para ayudarle: tres patos enfadados en esta ocasión, transformados en una especie de trío de saxofones de nuestro tiempo. Hay un momento concreto a medio camino que basta para provocar horror en el oyente, cuando Bach realiza un brusco viraje mahleriano de Mi menor a Do menor sobre la palabra Warum [willst du so zornig sein?]. Ni siquiera Purcell, que tendía a introducir una disonancia premeditada y realzada, fue capaz de igualar esto cuando puso música a las mismas palabras en su himno «Lord, how long wilt Thou be angry?». Yuxtaposiciones repentinas de texto sagrado y comentario personal constituyen una nueva arma dialéctica dentro del arsenal expresivo de Bach.

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