Jenny Offill. Las cosas del fin del mundo.

diciembre 30, 2025

Jenny Offill, Las cosas del fin del mundo
Lava, 2023. 300 páginas.
Tit. or. Last things. Trad. Milo J.Krmpotic.

La niña protagonista crece en un entorno curioso, con una madre que le cuenta historias fantásticas y con un comportamiento que se sale de la norma y un padre que no se preocupa demasiado de su cuidado, sobre todo cuando le dan un programa de televisión.

Una excelente novela que aprovecha los ojos de la niña para describirnos un mundo que, en apariencia, es casi mágico, pero que esconde el problema de la salud mental. Tiene detalles que me han encantado, y en un momento dado se convierte en una novela de carretera donde a pesar de los detalles sórdidos el ojo de la niña lo dulcifica todo.

Muy buena.

Mi madre siempre leía esa última parte con voz grave y ridicula, para hacerme reír. Yo le pregunté dónde estaba Michael en aquel momento, pero ella no lo sabía. Solo tenía una foto de él, que guardaba en el monedero, metida en una funda de plástico. Se la había sacado en una granja de miel de Texas, me contaba, el verano en que cruzaron el país en coche durante una sola semana. Me había mostrado la foto tantas veces que podía cerrar los ojos y seguir viéndola. Había un prado plagado de armarios blancos, cada uno con cuatro cajones. En lo alto de cada armario había una piedra, y el prado estaba rodeado de alambre de espino. Más allá de esa reja, el cielo era de color azul intenso, y la esquina donde debería encontrarse el sol estaba rota. Un hombre alto, de cabello moreno, estaba plantado junto a un cajón abierto con la barba cubierta de abejas. Y aquel era Michael.
Era la última fotografía que le sacaron. Cinco días después desapareció en el desierto. Cuando encontraron su coche, el techo de vinilo se había combado por el calor. Las ventanillas estaban abiertas y el suelo, cubierto de arena. En el asiento delantero aparecieron su carnet de conducir, un mapa de Estados Unidos y un billete de veinte dólares. Aquello fue en California, me dijo mi madre; en un lugar llamado Joshua Tree.
-¿Adonde se fue? -le pregunté, aunque ella siempre contestaba cosas diferentes. (En el pasado me había dicho: a México, a Milwaukee, a Marte).
Mi madre devolvió la foto a la funda de plástico.
-Creo que se hizo criptozoólogo -me dijo- Había un monstruo en el Congo que se moría de ganas de ver. -Alisó el recorte sobre la mano. «¿Tienen derechos las serpientes marinas?», decía el titular.
Los criptozoólogos eran detectives que se especializaban en encontrar animales escondidos, eso ya lo sabía. Se trataba del tipo de detective en el que mi madre quería que me convirtiera.
Las personas que investigaban al monstruo del lago Ness eran criptozoólogos, igual que las que buscaban al yeti.
Mi madre me había dado un libro titulado Enciclopedia de lo Inexplicable, en el que salía una lista por orden alfabético de todos los monstruos del mundo. La «A» era para el Abominable Hombre de las Nieves, que vivía en las montañas del Nepal y caminaba erguido, como un hombre. Decía el libro que las balas no podían acabar con él, aunque se echaba a gañir como un cachorro cuando le disparaban.
Mi madre me dijo que la mayoría de los criptozoólogos eran en realidad cazadores disfrazados, pero que había algunos, muy pocos, que trabajaban como agentes secretos de la naturaleza salvaje. Esos eran los que encontraban los animales perdidos y les ayudaban a esconderse.
-A veces los ves en el periódico -dijo- A los que son secretos. Y siempre están muy seguros de sí mismos, se muestran encantados de demostrar que todo fue un fraude. No era más que un alce, dicen. Solo un tronco caído, o un oso común. Son muy convincentes, esos hombres, pero sus sonrisas les delatan. No hay un solo hombre vivo que sonría cuando se ha equivocado.
Sacó la cámara Polaroid del bolso y bajó hasta el agua. Cada vez que íbamos al lago le sacaba una foto, por si acaso. El truco consistía en apuntar hacia alguna otra cosa para pillar al monstruo por sorpresa.

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